martes, 15 de octubre de 2019

¡Enséñales a vivir!


Me había dado por titular esta entrada «¡Enséñales a beber, y a mear después...!», pero he visto las orejas al lobo y he preferido no meterme en líos porque ya tuve bastante con el bueno de Prostvuelve, que por un quítame allá esas pajas se ensañó conmigo acusándome de incurrir en todos los pecados del mundo. 

Ni siquiera cambiando beber por pimplar y mear por orinar se arreglaba la cosa, así que, bueno, dejémoslo en que estaría bien que James Hunt despertara de su merecido descanso y explicase a los miembros de la chavalería galáctica, que aquella omnipresencia de la muerte que tuvo que soportar en vida, hace que nada sea comparable con ese entonces difuso sobre el que se orina y defeca en la actualidad, bien para afirmar que todo es igual que antes, bien para decir todo lo contrario; siempre con una liviandaz que acojona.

Los pilotos morían envueltos en llamas, asfixiados por los gases de la gasolina o la carrocería, o consumidos por el fuego, partidos en dos por los guardarraíles, degollados, desnucados o roto su cráneo por un extintor, un árbol, el suelo mismo. Los accidentes arrojaban saldos de una bestialidad que no somos capaces de entender ahora. La medicina y cirujía no restauraban un ser humano como hacen hoy. Fallecer era el menor de lo problemas, sobrevivirse era el peor.

Ocurría con relativa facilidad y es por ello que resulta insultante que los yogurines que bajaban de tres en tres los peldaños de las escaleras de casa a los tres años con tal de disfrutar de Alonso, o que a los diez ya discernían lo que era competición y lo que no cuando Schumacher iba en pos de su séptimo, se refieran a los años duros en términos de estadística y espectáculo aburrido. 

La muerte también estaba presente para el público y el aficionado que veía carreras, que cruzaba los dedos para que su piloto favorito disputase la siguiente prueba y llegara ileso al final de la temporada, y, obviamente, aquella sensación también tenía su cuota de culpa en que el show resultase irrepetible.

Haceros un favor y dejad de ver recuerdos o pastiches en Youtube. Intentad por una vez meteros en la piel de aquellos tipos que asumían el riesgo de dejársela cada ven que se introducían en el habitáculo y tomaban en sus manos el volante.

Y, por favor, dejad de referiros a Hunt como un borracho por mucho que el gurú de turno rememore anécdotas sobre sus monumentales cogorzas. James, como la mayoría de conductores de su época, sabía perfectamente lo que significaba la palabra miedo, y luchaba contra ella con todo lo que tenía a su alcance. Huía fuera de los circuitos viviendo rápido, consumiéndose a velocidad de vértigo, no dando consejitos sobre cómo salvar el mundo. Y huía sobre el asfalto haciendo lo que haríamos cualquiera de nosotros: terminando rápido, siendo el más veloz, asumiendo riesgos que no están al alcance de cualquier mortal... Jim Clark, Stirling Moss y luego James Hunt, tal vez Graham Hill, pero así de cortita es la historia de los héroes de Gran Bretaña en Fórmula 1. Y no, nada es comparable a sus tiempos.

#RestituciónCharlyGP. Os leo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Por favor, que buena entrada!

Juro que el otro día, observando a Carlos y Max jugando a la PlayStation ese sábado de tifón, pensé en los años de James Hunt. Hoy sería políticamente incorrecto que se conociera que ambos pajaros invitaron a la habitación media docena de fan girls (o boys) con intención de fiesta. Y que al otro día, echaran clasificación y carrera de resacona. Y que alguno de ellos, incluso ganase!