No quiero decir adiós a julio sin dedicar unas líneas a ese imperio
del espectáculo que vela por nosotros pero que no nos atiende. Mientras
escribía la entrada de esta mañana y reflexionaba ante vosotros y por
enésima vez, sobre la extrema importancia que tienen las ruedas en un
deporte en el que son lo de menos porque hasta hace nada iba de mecánica
y de cabezas y manos de pilotos, he recordado el precioso vídeo que nos
regaló Red Bull sobre el circuito de Terramar, en el que el introductor y narrador principal decía cosas como éstas: «El
ser humano es quien implanta la norma y el motor responde. El coche
tiene que tener el alma del ser humano, si no, es una máquina que no
vibra. [...] Los circuitos actuales han perdido humanidad…»
Dentro de nada este blog cumplirá cinco años de vida (ésta
hace la entrada número 1.352), y a pesar del cansancio que a veces me
sacude y que ha empapado algunos de sus textos, puedo decir honestamente
que siempre que he podido he escrito sobre el ser humano que conduce
los monoplazas, ese tipo sobre cuyas espaldas se levantan las silly seasons,
pero que al poco de iniciarse la temporada —ésta, la otra y la de más
allá—, desaparece para ser arrinconado por la aerodinámica, las
prestaciones, los balances en orden de marcha, las suspensiones, los
mapa/motor y por supuesto, los neumáticos, quedando desterrado por la
omnipresencia de los ingenieros, su magia y sus mil y una maravillas,
auténtico abrevadero de los medios que nos alimentan, sencillamente
porque vivimos tiempos en los que el hombre no importa.