Andaba preocupado porque ya han sido dos personas las que me han
dicho en las últimas semanas que soy capaz de dar la vuelta a la
tortilla sin cortarme un pelo. La cosa me viene de lejos, soy el hijo de
en medio de una familia de tres vástagos y he hecho de la flaqueza
virtud, total, que aprendí bien pronto los rudimentos del sobrevivir a
base de ofrecer otras perspectivas para observar las mismas
cosas. Mago en aquello de ofrecer alternativas, con el tiempo me hice
diestro en el arte de la dialéctica —vieja disciplina que hoy está en
desuso—, sobre todo en mi época de universitario, donde había que sacar
la cabeza en las asambleas sí o sí. Me dijeron que era carne de cañón,
que no prosperaría defendiendo a débiles o persiguiendo quimeras —¡Juan Carlos, cómo me has hecho ésto que me has hecho hace unas fechas!—,
y me lo creí, hasta el punto de que no es el día en que no me acuesto
sin haber certificado que he perpetrado tres o cuatro locuras de las que
debería arrepentirme si estuviera cuerdo…
Dicen que tocan malos tiempos para los de mi estirpe pero soy reacio a
creérmelo, y más desde que esta mañana, tras casi un mes de hacer
pellas a mi TBO de cabecera, El País, me he encontrado en la revista El Semanal a Javier Cercas diciendo así: «Eso
es la ironía: la llave que abre las puertas de la verdad,
descubriéndonos que ésta es casi siempre poliédrica, que las cosas
pueden no ser sólo una cosa, sino una cosa y la contraria. Esto no lo
entenderán nunca los fanáticos, y por eso los fanáticos siempre han
detestado la novela.»