La Fórmula 1 anda como puta por rastrojo, pero la quiero. Me he quitado los cascos y Bob Dylan me canta I Want You en la soledad de mi estudio, un lugar diáfano de 109 metros cuadrados lleno de cajas y recuerdos, y sueños, que aún no han sido desembalados. Veo de reojo a Genoveva, el tronco de Brasil que me regalaron en 1991 y sabe a estas alturas más de mí que yo mismo, a su lado, la planta indefinida de las tías gemelas, otra de mis muchas supervivientes verdes a las que riego de pascuas a ramos. Sobre la barbacoa portátil, el rosalillo que estoy sacando adelante y fuera, en el patio, descansa a la fresca el naranjo que tendré que meter dentro tarde o temprano, para que pase conmigo un nuevo invierno...
Aquí murió Mithrandir en mis manos, aquí agonizó Marnie, bajo mis pies, leal hasta en sus últimos momentos. Aquí grita Roque cada tarde y aquí juega Eileen y me llena el suelo de hojas secas, ramas de distintos pelos y colores, caracolilllos a los que hace imposible la vida y los restos de mis zapatillas viejas, su mayor tesoro. En ellas dormía, con la cabeza dentro, cuando apenas levantaba cuatro dedos del suelo, en agosto, y en ellas me reconozco hoy, a seis días escasos de que mi ciclo solar cumpla un año más, otro...