Desde el martes pasado me encuentro como sumergido entre dos aguas. Por un lado, ando cansado de sentir que siempre hablo de lo mismo; y por otro, renovado porque he advertido algo que me había pasado desapercibido en esta mi faceta de narrador y fabulador.
Sí, en líneas generales puedo afirmar que estoy bien. De hecho, a las 21:58 de hoy sábado 11 de julio, estaba relativamente bien cuando había salido a la terraza y en el cielo azul pálido del atardecer divisaba una zona en que el tapiz que me amparaba se asemejaba a un papel ligeramente arrugado, difícil de apreciar, pero precioso de adivinar. Vamos, que hace un rato me sentía bien. Y después, un instante después para ser exactos, si no fuera porque la MIR (Paz, ¡jodidos soviéticos!) hace tiempo que se deshizo en mil pedazos al tocar nuestra atmósfera, tras haber utilizado su imagen cernida sobre el horizonte terrestre, el lunes pasado, para declarar unilateralmente el fin del mundo, habría sospechado hoy mismo que una luz solitaria que he percibido sobre el infinito azul era su reflejo haciendo un titánico esfuerzo por resurgir de sus cenizas, sólo para darme las buenas noches. En ese momento me he notado mejor si cabe, cojonudamente, para qué voy a negarlo, porque al fin he sentido sobre mi mejilla izquierda una caricia tibia que andaba esperando y que me traía el anuncio de que a pesar de que juego en clara desventaja contándoos mis cosas cada día, el universo, mi pequeño universo, sigue luchando a brazo partido por recobrar la calma y estabilizarse sin precisar de mi ayuda.