Vivimos un momento en la F1 en el que la importancia de la ingeniería parece haber eclipsado al pilotaje. Las recientes incorporaciones a la panoplia de avances técnológicos —el doble difusor ingeniado por el equipo de Ross Brawn, o del difusor térmico alentado desde las filas capitaneadas por Adrian Newey—, han incidido en este aspecto hasta el punto de desvirtuar un escenario en el que las cosas no son tan contrapuestas o excluyentes como parecen.
Obviamente, la creación de un diseño solvente está en la base del éxito, pero también lo está la sensibilidad humana que es capaz de trasladar su eficacia al asfalto, porque día sí y día tambien surgen a nuestro alrededor evidencias que ponen de relieve que ni las grandes computadoras, ni los túneles de viento, ni los estudios más elaborados, son capaces de resolver el 100% de la ecuación, y este aspecto sobre el que se pasa de puntillas con demasida facilidad me parece de una crucial importancia porque basta echar un vistazo a la parrilla para vislumbrar de inmediato que las escuderías son las primeras en haber tomado buena nota al respecto, y para ser sincero, esta actitud no es nueva, sino que viene de lejos.