De las muchas versiones que existen de Caperucita Roja —la madre de la protagonista y su progenitora hacía décadas que no se hablaban, por ejemplo, inviable que la primera mandara una cestita de comida a la segunda, ¡ahí que le den a la vieja!; la abuelita se acabó comiendo al cánido porque la vida de los ancianos en el bosque resultaba durísima y los había convertido en depredadores más fieros que las fieras; el cazador aborrecía disparar o ver sangre, lo suyo era disfrutar en soledad observando a otros cazadores con la escopeta en la mano; etcétera—, la que más me gusta es la que narra cómo el lobo acabó prometiendo a la chiquilla que allí mismo dejaba de hacer el sinvergüenza y comenzaba a portarse bien.
Me portaré bien, tesoro, se dice que le dijo mientras guiñaba un ojo...