Afirmar que un piloto no puede ir más allá del coche que conduce es como decir que Yeager no llevó más allá de sus límites a su Widowmaker,
o que el homínido que soñó con caminar erguido se quedó en los árboles.
La evolución nos viene demostrando durante millones de años que a poco
que se lo proponga, el hombre está siempre por encima de las
herramientas y conceptos que maneja, y que si no sirven a sus
propósitos, es capaz de inventar otros —sin ir más lejos, por ahí anda
el señor Higgs, quien para cuadrar su círculo, se inventó hace años una
partícula que parece haber sido vista hace bien poco—.
Los monoplazas se construyen bajo una serie de supuestos, atendiendo a
infinidad de datos cuantificables o tal vez no tanto, por descontado
que aplicando en ellos toneladas de experiencia, pero desde luego abiertos
a seguir evolucionado dentro de unos límites razonables —si no, de qué
nos pasaríamos la temporada viendo cómo se transforman desde que
comienza todo hasta que acaba—. En definitiva, están concebidos por
seres humanos con nobles aspiraciones pero con límites, y convertidos en
algo utilizable por los pilotos, por otros seres humanos con sus
consiguientes bondades y limitaciones.