A finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, Maserati producía auténticas bellezas sobre cuatro ruedas, que, sin embargo, no resultaban en carrera todo lo competitivos que deseaba la marca italiana.
La de Módena contaba en sus filas con un joven ingeniero que se había forjado con nombres de la casa como Gioacchino Colombo, que había trabajado para Ferrari y Alfa Romeo diseñando motores, y fue padre del monoplaza 250F para la del tridente antes de comenzar a colaborar con la renovada Bugatti de 1954. Julio Alfieri —así se llama nuestro protagonista—, era un hombre que conocía los entresijos de la fábrica modenesa y gozaba de una creatividad envidiada por sus compañeros. Había diseñado al completo el deslumbrante 3500GT de 1957, y en 1958 recibía el encargo de encontrar una alternativa a los robustos chasis utilizados hasta el momento en pruebas largas, y, claro, se puso inmediatamente manos a la obra.