Por propia experiencia puedo asegurar que del infierno se sale de cualquier manera, pero nunca limpio. No se trata precisamente de que me sienta un condenado que anda entrando y saliendo de lugares poco adecuados. No, no es eso. Es una figura retórica, aunque en el fondo no lo sea tanto. Sé de lo que hablo porque me he dado duros coscorrones, porque he mordido el polvo, y porque he tratado de levantarme como si no hubiese ocurrido nada, como un auténtico capullo. Y como me ha sucedido en varias ocasiones… Dejémoslo en que es una evidencia que atesoro en lo más íntimo, un no sé qué que me dice que retornas al mundo un poco chamuscado, un mucho dolido, siempre sucio, y que se nota, ¡vaya que si se nota!
Hablo de lo mío, y es que ocurre que a veces descubres que no estás preparado para según qué circunstancias, y el frenazo te lanza contra el parabrisas o contra los laterales del habitáculo, y te rompes o te deshaces como una puñetera marioneta a la que han cortado los hilos que la sujetan a la mano que la da aliento, y a esas cosas hermosas que hacen de la vida algo inolvidable mientras puede y quiere ser vivida, pero se me antoja que la cosa es muy similar a lo que le sucedió a Fernando en 2007, cuando en Fuji, el desafortunado toque propinado por el Toro Rosso de Sebastian Vettel destrozaba su aerodinámica lateral izquierda, cuando su equipo decidía no ponerle sobre aviso ante el riesgo que corría, cuando los hados adversos lo estrellaban contra las escapatorias y lo catapultaban al más inmerecido de los ocasos.