Cuando Bugatti vestía con orgullo el color bleu de France por los circuitos de Dios, demostrando con ello que a francesa no la ganaba ni Juana de Arco —quizá espoleada por la necesidada de limpiar la mancha de haber nacido en la comuna de Molsheim, en 1909 bajo bandera alemana, siendo puesta en pie por el italiano de cuna Ettore Bugatti—, sus coches eran sinónimo tanto de belleza y lujo como de competición pura raza.
No vamos a ponernos a discutir de nuevo sobre los orígenes del automovilismo deportivo, aunque hay que reconocer que los franceses, seguramente como nadie, vieron inmediatamente las enormes posibilidades que anidaban en participar y ganar carreras para vender luego los coches de producción con mayor facilidad.