Cuando muera, Dios quiera más tarde que pronto, únicamente pido que alguien, lejos o cerca, deje de lamentarse como manda la liturgia para preguntarse durante un breve instante por qué viví y si lo disfruté. Si por fortuna ese alguien o aún otro, con el paso del tiempo sigue recordándome, le pediría encarecidamente que brindara por mí y se dejara de monsergas salvo que tuviera respuesta a las preguntas de mi primer párrafo y supiera entresacar de ella alguna consecuencia que sirviera realmente de algo a los que dejé detrás.
Tal que un 30 de abril de hace dieciocho años, Roland Ratzenberger perdía la vida al estrellar su vehículo contra las protecciones de la curva Villeneuve en el circuito de Imola, unas horas después de que Barrichello estuviera a punto de hacerlo en la Variante Bassa, y unos centeranes de metros por delante de Tamburello, el mítico y rapidísimo giro a izquierdas donde el rey de reyes de la velocidad, Senna, dejaría de existir al día siguiente, al comienzo mismo de la vuelta siete del Gran Premio de San Marino de 1994.