jueves, 5 de abril de 2018

Los muertitos


En nada empezamos el viacrucis anual que nos llevará a recordar uno a uno a todos nuestros muertitos...

No sé si por simple reacción al mundo de referencias oscuras en que me muevo, la verdad es que admiro y envidio, a partes iguales, esas culturas que tributan su recuerdo desde la alegría y la añoranza. Mi santa progenitora, por ejemplo, parece un calendario de necrológicas. Prácticamente todos los días tienen su muertito correspondiente. Si no es el bisabuelo Pedro es la bisabuela Josefa o la tía Gori, o la tía Matilde, o el tío Marcos, o mi abuela María, o tantos y tantos otros.

A ver, comprendo que con 90 años, avanzando hacia los 91 como el acorazado Bismarck, los 365 días que componen una anualidad dan para recordar a mucha gente, y lo entiendo porque a mis 58 ya se me empiezan a amontonar los puntos y seguido y a veces no sé ni dónde ponerlos. Aunque no son ellos exactamente, lo he pensado muchas veces, es la obligada tristeza que los acompaña, esa profesión de plañideras que adquirimos Dios sabe cuándo.

Yo también he pecado de esta fe triste, qué os voy a contar, y la he profesado como hacen los abundantes apasionados de nuestro deporte. Pero luego lo dejé por la misma razón que llevo a mi madre a los páramos de luz cuando le da por recordar en gris oscuro o incluso negro, a las personas que compartieron su vida con ella y luego la abandonaron. El desgarro está bien, hay que apuntarlo porque también existe la necesidad de liberar las entrañas, pero el recuerdo, pasado un tiempo, es mejor que procure ser tibio tirando a luminoso.

Como decía al principio, en nada nos ponemos a hacer la ruta anual de necrológicas, sencillamente porque la primavera y el verano han sido siempre los mejores momentos para disputar carreras, obviamente, también para se dejaran la vida sobre el asfalto unos locos que disfrutaban lo que no está escrito al volante de sus respectivos cacharros, circulando a altísima velocidad por ver cumplidos sus sueños.

Os leo.