First encounter with Otto

«No le ocurre nada a su televisor. No intente ajustar el sonido. Ahora somos nosotros quienes controlamos la transmisión. Controlamos el timbre y la profundidad. Podemos abrumarle con miles de tonos o hacer que una simple nota alcance una claridad cristalina y aún más, podemos conseguir que reaccione ante cualquier sonido que conciba nuestra imaginación. Durante las dos próximas horas controlaremos todo lo que sienta y oiga. Está usted a punto de experimentar el asombro y el misterio que se extiende desde lo más profundo de la mente, hasta más allá del límite.»

Discúlpenme que haya modificado ligeramente la entradilla a cada capítulo correspondiente de la serie The Outer Limits hasta darle un aspecto más cromático, y más si pueden y no es abusar de su infinita paciencia, que titule esta entrada como una de las hermosas canciones que componen la partitura de la banda sonora A Fish Called Wanda, pero es que en mi próxima vida, con bigote y todo, pretendo ser Kevin Kline haciendo de esa impagable metafísica del hombre que en la cinta responde al nombre de Otto.

No me he vuelto loco, al menos tanto como para perder la cordura, pero hoy ha sido un día repleto de milagros formuleros aunque lleve vitola de Champions, y aquí pretendo estar para compartir con ustedes una tarde alternativa en la que Nico ha resultado exonerado de su imprudencia en la escapatoria de Mirabeau alta —¿para qué coño están las escapatorias si no es para usarlas?—, en la que a Marcus se le ha quemado en la hoguera por un lance de carrera con el quejica de Massa y en la que el sonido de nuestros monoplazas mudos, ha sonado literalmente a música celestial en las calles de Monte-Carlo.

Y digo en las calles porque en el puerto la cosa cambiaba radicalmente hasta el punto de que al paso de los vehículos parecía que seguíamos estando en uno de esos circuitos con sabor manufacturado que por no sonar, no suenan ni mínimamente atimbrados.

Son cosas en todo caso del efecto Doppler y la acústica, y es que el sonido se propaga linealmente a través del aire y según lo comprima, origina alteraciones que recogen nuestros tímpanos. Así, un sonido agudo como el que producían los nostálgicos V12, con longitud de onda corta o muy corta, tiende a dispersarse rápidamente pero a cambio, llega con más velocidad al oído de un supuesto observador X que esté apostado a la salida de La Rascasse, por ejemplo, de manera que a un coche que corre en falsete se le oye llegar pero se le pierde pronto en cuanto aborda Anthony Noghès, también por ejemplo.

Ahora bien, un monoplaza que corre en modo contratenor, soltando sonidos graves a porrrillo, de onda amplia o muy amplia, como nuestros modernos cacharros, para que nos entendamos, ante el mismo observador situado en el mismo lugar, producirá que sea escuchado por X cuando lo tenga practicamente encima y para cuando deje de oírlo, seguramente esté tomando Saint Devote.

¿Magia?, no, física, la misma que nos dice que los sonidos agudos se dispersan con más facilidad que los graves y que estos últimos, por la misma propiedad que los hace más roncos, se amplifican mejor si hay obstáculos...

Mónaco y sus edificios son una enorme caja de resonancia desde La Rascasse a la salida del túnel y hoy hemos podido disfrutar del inimaginable milagro. Rezad, rezad, paganos, para que la solución a nuestros problemas sea tan sencilla como entablar conversación con Otto y prestarnos a la chanza de vivir a partir de mañana una comedia en vez de una nueva tragedia, ya que todo tiene solución si encuentra el entorno adecuado para florecer como hace una esponja sobre un arrecife golpeado por las mareas, y sin necesidad de trompetas ni trombones de varas.

Os leo.