martes, 27 de mayo de 2014

True grit [Monte-Carlo]


La autenticidad es espuria. Lo mismo vale para justificar un roto que un descosido y así, literalmente no hay manera. Esperas algo de guerra en Montmeló, por ejemplo, y al no obtenerla te desencantas y te amuermas. Esperas encontrar en Mónaco un resquicio para barloventear entre los vapores de la adormidera, otro ejemplo, y entre sus calles asoma las orejas lo que no hallaste hace dos semanas en Barcelona, y te ilusionas y acabas pasándolo como un chiquillo con zapatos nuevos.

Aterricemos, el goce y el tedio van por barrios en Fórmula 1 y cada uno escoge la farola en que apoyarse...

Me divertí con la carrera porque tuve ante mí una película densa y a la vez aterciopelada como la que da título a esta entrada. No la otra, la que interpretó un John Wayne a quien el cáncer ya comenzaba a devorar por dentro. Magnífica, desde luego, pero a mi modo de ver menos atmosférica que esa otra pieza más reciente a la que dio vida Jeff Bridges interpretando la decadencia misma.

Si los hermanos Coen fuesen los encargados de llevar a cabo la realización del Gran Premio de Mónaco, un suponer como otro cualquiera, se me antoja que lo habrían convertido en un enorme western como el que pudimos ver el domingo pasado. Una película del oeste en la que los monoplazas no dispondrían de volante sino de riendas, en la que los pilotos llevarían revólveres al cinto y rifles y escopetas en el interior del habitáculo, y balas, muchas balas y cartuchos incluso de dinamita. Y fumarían o mascarían tabaco para cubrir el asfalto monegasco de feos salivazos mientras otean el horizonte buscando descabalgar cuatreros...

Se dio la salida sin Pastor Maldonado, con Marcus Ericsson partiendo de los establos y con dos tipos delante que tenían que ajustar cuentas estrictamente personales. Kimi aprovechaba el barullo para poner su caballo a la cola del alazán del chico bueno, pero la alegría inicial duraba poco ya que el mexicano Pérez daba con los huesos del suyo a la entrada de Loews. 

La montonera a punto estuvo de provocar una estampida pero el sheriff puso algo de orden pegando tres tiros al aire y dando cuatro voces, y la cinta se reanudaba con el chico bueno volviendo al saloon para ver desde allí en qué quedaba todo.

Rosberg y Hamilton luchaban practicamente solos en cabeza, con el segundo apretando al primero. Detrás, Raikkonen, Ricciardo y Alonso, los actores secundarios, hacían amago de no dejarles solos pero a todas luces resultaba imposible. Y Sutil que no puede controlar su montura a la salida del túnel y el sheriff que vuelve a pedir que nadie pierda la cabeza. Y Kimi que se toca con Chilton y se ve obligado a cambiar herraduras...

La peli parece que se vuelve sosona en ese instante, pero porque lo exige el guión y el metraje. Entramos de lleno en el momento adecuado para que los planos generales cobren protagonismo. Todo es igual que siempre pero va a resultar tremendamente distinto. O no, quién sabe. 

No hay quien cace a los ladrones del campeonato pero todo el mundo espera que se den caza entre ellos. Y en esto que Lewis no se ha puesto bien el pañuelo y una mota de polvo le hiere peor que el disparo de un Winchester, y Daniel que ve cercano el momento de alcanzarle y espolea a su caballo...

Y al final todo resulta similar a las otras películas del mismo género que hemos visto anteriormente, pero hay innumerables matices que convendría debatir con los amigos alrededor de una humeante taza de café o volviéndola a ver sin presiones ni necesidad de hacer profundos análisis, con el colacao y las galletas en la mano y a poder ser en calcetines o zapatillas...

Esa mirada del viejo tuerto que interpreta Jeff Bridges con el cigarrillo en la boca, por ejemplo.

Os leo.

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