Hace tanto, tanto tiempo, long long a go, que los niveles de incertidumbre en Fórmula 1 andan por los suelos, que demasiados aficionados han dejado de asimilar que existen carreras que eligen a los ganadores y los pronósticos apenas valen en ellas lo que un papel mojado.
Éste es un problema íntimamente ligado a las épocas de dominio técnico, tan escasas en la antigüedad y, desgraciadamente, tan prolongadas y abundantes en la actualidad. Todo parecen habas contadas desde que se da el banderazo de salida o se apagan los semáforos, pero como venimos diciendo, todavía hay pruebas que se muestran renuentes a aceptar la tonta deriva de los nuevos tiempos.
Las 24 Horas de Le Mans también eligen a su ganador todos los años. No hay nada fácil en este tipo de lizas. Un pinchazo, un fallo en el motor o en cualquiera de las partes mecánicas, un desliz, una inoportuna bandera amarilla en ese sector que resultaba imprescindible, etcétera, pueden enterrar cualquier aspiración por muy elevada que sea y por muy bien posicionado que se estuviera en las quinielas. La Sarthe manda. Se corre de día y de noche durante una jornada completa y toca acatar el resultado sea cual sea, porque las 24 Horas son así, amén de traviesas, sumamente reacias a plegarse a la inabarcable literatura que se escribe antes de que comiencen.
Os leo.
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