La palabra «Suzuka» significa en burmaparpiano «Resurrección de Ferrari», y disculpadme si yerro en la aproximación, tengo este idioma en concreto muy desentrenado, así como muy oxidada la historia de las gentes que lo usaban en la antigüedad, vamos, que tampoco sé muy bien qué coño hacían los japoneses en la legendaria Burma Parpia ni por qué se apropiaron del término para bautizar muchísimos siglos después una de sus ciudades.
Suzuka, además, es uno de los trazados más espectaculares del Mundial F1 y allí vamos este próximo fin de semana, no a dilucidar el campeonato, lo cual sería lo propio, sino a que Red Bull celebre en terreno de Honda su triunfo sobre rivales y demás seres humanos, porque el catecismo de nuestra Fórmula 1 prioriza este tipo de sandeces frente a lo estrictamente deportivo.
Siempre tengo la sensación de que me pierdo algo. Este pasado domingo, más bien desde el sábado, han sucedido cosas extrañas en Milton Keynes que ni el pobre Max entiende.
Pase que te impidan intentar hacer la pole porque no quedaba caldo ni para un Zippo en el RB18, pero lo de la carrera no tiene nombre. En tráfico toda la prueba, tratado como un vulgar manta en vez de como el virtual vencedor de esta temporada. Octavo en salida, séptimo al cruzar la meta; mejor posición: ¡quinto! ¿Urgencia por coronarlo? ¡Ninguna!
Como he confesado otras veces tengo unas ganas tremendas de que Verstappen se corone de una pajolera vez, por disfrutar de los chicos de La Scuderia, por desenfrenarme en las cuatro citas que quedarán, pero sobre todo por quitarme de encima esta pesadumbre que corroe mi alma de viejo aficionado: ¡han llegado los del marketing a apretarnos las tuercas cuando creíamos que era imposible!
En cuanto a la rossa, pues eso, que siempre he sido del «That is not dead which can eternal lie...» y algún día saldrá el sol, digo.
Os leo.
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