lunes, 23 de diciembre de 2013

El hombre al que no le gustaba la F1


Resulta curioso pensar en lo poco atentos que estamos a las señales de peligro que nos rodean y cómo en Fórmula 1, hemos dejado pasar preciosas instantáneas sobre las que reflexionar hacia dónde íbamos entonces y hacia dónde hemos terminado yendo por no estar suficientemente avisados.

En este sentido, la etapa terminal de Michael Schumacher, esa que ha sucedido prácticamente a la vuelta de la esquina y lamentablemente no ha tenido nada que ver con la que le coronara como uno de los más grandes pilotos de la historia, está jalonada de asuntos menores y abundantes matices que echando la vista atrás cobran un valor inesperado, diáfano en muchos casos, a la hora de entender de qué va esto.

Siendo honesto, tengo que reconocerle al Gran Caimán su cuajo para haber aguantado lo indecible saltando cansado del barco precisamente, a un año vista de que se desplegara en el horizonte un escenario que le venía que ni pintado, el de este 2014 que estrenaremos en breve, en el que lamentablemente los aficionados no contaremos con su presencia.

Sabéis de sobra que mantengo con Michael una relación amor/odio repleta de tintes masoquistas. El de Kerpen es uno de los grandes, sería idiota negarlo, pero muchas de sus actitudes en pista a mis ojos así como a los de muchos otros, han desmerecido sus numerosos méritos, no obstante, hoy no pretendo juzgarlo. 

Su desembarco en el proyecto Mercedes coincidió con el declive de Bridgestone como proveedora de neumáticos y con un W01 (2010) que adolecía de numerosos problemas de diseño. El equipo se volcó en satisfacerle incluso sacrificando a Nico Rosberg, pero no fue suficiente, el gran Schumacher se devanecía en el que sería su primer año de caída. 2011 no fue mejor, el W02 seguía siendo un vehículo innoble que para colmo devoraba unas Pirelli que el alemán no entendía. La escudería seguía volcada con él, pero Michael empezó a dar muestras de cansancio, y muy temprano, sea dicho de paso; aunque llegó Spa, y con aquella carrera en la que se celebraban sus 20 años en la F1, Schumacher pareció recobrar las fuerzas para el resto de la temporada. Se le veía mejor, y por primera vez desde su retorno, firmemente implicado.

Y llegó 2012, su último año. Y un hombre voraz como él decidió coger el toro por los cuernos reclamando infructuosamente un cambio en el modelo de competición, porque no le parecía de recibo conducir preservando las gomas como si se estuviera pisando huevos. Fue el primero en el paddock que tuvo los redaños suficientes como para señalar directamente al fondo del problema: unos compuestos que habían dejado de servir a la mecánica, al diseño y a los pilotos, para convertirse en desgraciados protagonistas de lo que podríamos definir como una estúpida vuelta de tortilla en la Fórmula 1, incomprensible en todo caso, para un tipo acostumbrado a pelear cada centímetro de asfalto en pos de la victoria.

Fue su peor temporada de las tres que había firmado con Mercedes. Estaba aburrido de luchar en un escenario hecho a la medida de un nuevo concepto de carreras que ni entendía ni quería entender. Cuidar las gomas hasta el punto de renunciar a su instinto no iba con él. Fin de la historia. Rodeado de Biebers que lo hacían mucho mejor, Michael se fue por donde había venido, pero habiendo dejado tras de sí una buena parte de su aureola de héroe de todos los tiempos.

Lamentaba hace unos párrafos que el Kaiser no esté el año que viene porque el ciclo que lo llevó a la cuneta se insinúa que ha llegado a su fin. La experiencia vuelve a ser un activo y la parrilla parece haber entendido que los neumáticos no pueden ser vedettes. Michael habría disfrutado en 2014, y con él, nosotros también.

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