Nací el 18 de agosto de 1959, el mismo día en que se mostraba al público el Austin Seven en la fábrica de Longbridge, Birmingham, aunque no sería hasta el 26 de ese mismo mes que el pequeñuelo británico comenzó a ponerse a la venta junto a su hermano el Morris Mini Minor salido de la planta BMC de Cowley, en Oxford.
El Mini y yo tenemos la misma edad, unos veinticuatro años y unos meses, aunque me dice Miguel que no me preocupe demasiado con el asunto porque no aparento más de cincuenta y nueve. No me preocupo, la verdad, pero puesto que hoy ha supuesto una jornada bastante especial me apetecía echar unas líneas junto a vosotros sobre lo que supone acumular cumpleaños en contraposición a ser viejo a los veinte, que haberlos haylos, como las meigas, y en abundancia, añado.
Mi abuela María, sabia como todas las abuelas, me tenía dicho que sabe más el diablo por viejo que por diablo y es ahora (cagonsotx!) cuando aprecio el valor de sus palabras. Los de mi época teníamos ciertas dificultades para estrenarnos en todo esto y enamorarnos, claro. Había que esperar las revistas que llegaban a casa tras su paso por el Centro Católico de Santurce, previamente manoseadas por los chavales que habían encontrado en don José María y don Julián, dos firmes aliados que no intuían pecado alguno en que los adolescentes de entonces se abrieran a una modalidad de deporte (¡de deporte!) en la que los pilotos luchaban de igual a igual sobre sus autos, fuese en rallies, pista o Formula 1.
La cosa tenía su intríngulis. No veías la F1 con Antonio Lobato y tu corta edad no te daba para saber que aquello te acabaría llevando al infierno.
No, devorabas el Gran Premio de Alemania, por ejemplo, cuando, a lo mejor, el calendario iba por el Gran Premio de Italia, pero importaba poco porque lo relevante era el pulso que imprimían a sus letras los periodistas que narraban las gestas de los héroes. Ni récords ni gilipolleces estadísticas. Negro sobre blanco. El cronista te contaba la verdad y luego tú se la transmitías a tus colegas de correrías en un presente continuo, dilatado e interminable, en los recreos o por la tarde, con la merienda, durante el estío o en el meollo de aquellos fregaos bélicos que nos montábamos por resultar estupendos de la muerte a Margarita, la hija del médico del 1 de Pagarzaurtundua...
No, devorabas el Gran Premio de Alemania, por ejemplo, cuando, a lo mejor, el calendario iba por el Gran Premio de Italia, pero importaba poco porque lo relevante era el pulso que imprimían a sus letras los periodistas que narraban las gestas de los héroes. Ni récords ni gilipolleces estadísticas. Negro sobre blanco. El cronista te contaba la verdad y luego tú se la transmitías a tus colegas de correrías en un presente continuo, dilatado e interminable, en los recreos o por la tarde, con la merienda, durante el estío o en el meollo de aquellos fregaos bélicos que nos montábamos por resultar estupendos de la muerte a Margarita, la hija del médico del 1 de Pagarzaurtundua...
El Mini y yo nos hemos hartado a sumar años pero no nos hemos vuelto bobos al uso. Eso sí, muchas veces le doy vueltas a si no fue don Julián Uncilla —por talante sería el candidato idóneo—, y fue don José María, más serio, quien inoculó el veneno a mi hermano Julián, que acabó corriendo por mis venas cuando yo llevaba pantalones cortos y ni sabía la importancia que tenían las estadísticas pero disfrutaba de cada hazaña sobre el asfalto de Ickx, Stewart, Cevert o Fittipaldi, como si fuese un regalo del cielo.
Os leo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario