lunes, 23 de julio de 2018

Al salir de clase


Hay quien se pone a jugar con números y le acaban estallando en las manos. El caso es que llevamos bastante tiempo asistiendo a cómo se va abriendo camino entre nosotros uno de los numerosos sindioses que nos rodean, y, al cabo, te encuentras con que lo han comprado incluso los allegados, sin reparar en la metedura de pata que están cometiendo.

Comparar calidad con valor (de mercado) nunca ha sido una buena idea. Mucha gente atiende a la llamada de las rebajas y compra con abundancia hasta agotar las existencias, pero ello no quiere decir que la calidad del producto haya ejercido de efecto llamada salvo en casos muy, muy puntuales. Es el precio, normalmente, el que resulta atractivo, la calidad suele importar poco.

Que Terelu Campos venda más ejemplares de su libro que Vargas Llosa significa simplemente que tiene más tirón entre el público que el peruano, jamás que escribe mejor que él, que ya le gustaría lograrlo en esta vida o las 300 siguientes. La Princesa del Pueblo también vende más que el marido de Isabel Preysler, su enjendro va por las nosécuántas ediciones, pero como en el caso de la Campos, ello significa lo que significa, ni más ni menos.

Otro ejemplo, y ya termino. En el mercado del arte, determinadas obras alcanzan precios desorbitados y saltan a las primeras páginas de la prensa como si su calidad avalara el desembolso. 

No es tal. El autor ha podido morir temprano y su obra se considera entonces una buena inversión simplemente por rara o extraña. También hay piezas antiguas y renombradas que son escasas o no forman parte de los circuitos tradicionales y adquieren por ello un alto valor (de mercado). En realidad, existen mil y un factores que justifican que haya tantas cosas que no encajan que resulta extraordinariamente peligroso mezclar calidad con precio...

La Fórmula 1, como deporte y como espectáculo, está resultando ramploncilla y creo honestamente que se puede decir bien alto a pesar de que las gradas en Europa se llenen.

Son dos cosas diferentes, a mi modo de ver no tienen absolutamente ninguna relación. En ello ha podido influir el efecto llamada generado por Max Verstappen, el arraigo de algunas pruebas, unos precios más razonables, una mejor promoción, incluso la música compuesta por Brian Tyler, etcétera; pero en sí, el deporte sigue sin atraer a los que lo nutren de contenido: fabricantes, equipos y anunciantes.

Llevar la contraria a la realidad no me parece mal, la verdad. Lo que me parece chusco de narices es negarle el pan y la sal a Antonio Lobato y su formato de retransmisión desde Movistar+, cuando viene siendo avalado por sus audiencias como mejor que los anteriores, y con el mismo argumento aunque aplicado en sentido contrario, tratar de meternos el dedo en el ojo con el artificio de que como las gradas se llenan (audiencia), resulta cojonudo un espectáculo en el que sólo cuentan dos pilotos y los demás ven cómo se lo montan carrera tras carrera.

Desde luego algo falla cuando se recurre a jugar con los números así. Y quizás sea que quien está empeñado en llevar la razón siempre no ha probado a vivir entre seres inteligentes. Pero o Lobato es el epítome del éxito y se le reconoce el mérito, o la teoría de las gradas sólo la pueden comprar los ilusos. Las dos cosas juntas y a la vez en el mismo argumento no pueden ser, que sé que me entendéis.

Os leo.

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