Como en los guateques en la casa parrorquial de nuestra adolescencia, el ponche sabía especialmente bueno, aunque al rato de empezar a saborearlo se intuía que tal vez a alguien se le había ido la mano incorporando pecados veniales de alto octanaje, cuidadosamente escamoteados, eso sí, del mueble bar de su señor padre...
En Singapur pasó igual. Vamos, que aceptas en 2010 que el morro flexe lo suficiente como para acercar el alerón delantero al suelo y que allí la downforce haga trizas la normativa y las pruebas de resistencia que legalmente se han superado; te pasas por el forro de los cogieron lo que te dicen los que piensan que una excesiva aplicación de la flexibilidad de materiales en un vehículo sí que es un elemento aerodinámico móvil mucho más peligroso que el mass-dumper (sic); te olvidas de contemplar la termodinámica en el reglamento y permites que Pirelli ponga lo que falta, y tienes al pequeño de la saga que inició el RB5 en Marina Bay, un circuito lento que favorece que el calor ejerza toda su potencia porque no se alcanzan altas velocidades, como se vio en el caso de Mark Webber (rotura de propulsor), que en manos de un piloto como Sebastian Vettel es capaz de sacar los colores a todos sus rivales mientras les endosa 1,5 segundos por vuelta sin despeinarse y con potencia suficiente como para meterles más.
Decía que el ponche asiático se preveía algo más dulce pero que alguien se pasó con el alcohol, y así, ganaba de nuevo Seb, pero con tan absoluta y escandalosa superioridad, que el resto de la carrera no merece ni ser contada, salvo acaso, mencionar la tontería de la amonestación al aussie y Fernando por emular a sus mayores.
En fin, Vettel ponía proa a su cuarto campeonato consecutivo y nadie con dos dedos de frente podía pensar de otra manera. El Mundial era cosa de un par de carreras, tres a lo sumo. Y fin.
Os leo.
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