miércoles, 5 de marzo de 2025

HALO


Estoy escuchando a Cortázar, el apátrida, el argentino al que Argentina jamás perdonó que se afrancesara encontrando cobijo y vientos favorables en París.

El océano y yo nos respetamos. Nunca le he exigido que me reconozca como cronopio ni como albatros, y él, a cambio, ha consentido que vuele fuera del margen, sobre olas hipotéticas, inmateriales, intangibles o ficticias, literales o figuradas, azules, verdes aguamarina o anaranjadas cuando son arrulladas por el sol del amanecer o el ocaso, y que asombre a los que me observan acariciar la espuma o escapar de los muros líquidos que se levantan en Praia do Norte...

Suena en mi muñeca el relojito regalado que nos condena a cuidar de él, y a darle cuerda cada mañana para quedar presos de su tic-tac infinito. Nürbu. Rayuela otra vez, la voz de Julio y el coro de niñas cantando Un, dos, tres; cuatro; tierra, cielo. Cinco, seis; paraíso, infierno. Siete, ocho, nueve, diez. Hay que saber mover los pies... 

Desde luego hay que saber moverlos para no acabar engullidos por la vorágine de lo fingidamente incorrecto, del pensamiento único que sólo afecta a los de enfrente, lo woke que vale lo mismo para un roto que un descosido, o esa verdad pegajosa y universal que huele tan y tan mal, que se valida recurrentemente porque al fin y al cabo es la única que conocemos; la nuestra, que diría Alatriste.

Parpadea la luz roja como último aviso. Toca quitarse la pereza de encima y saltar. Nos leemos.

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