En la vida de todo ser humano hay lugares a los que éste vuelve tarde
o temprano. El pueblo, la calle donde se aprendía a patear el balón o a
acunar a las muñecas, las puertas del colegio, su patio, la
universidad, la adolescencia o la niñez entera… El circuito de Mónaco es
ese lugar sagrado al que siempre retornamos los aficionados para
descubrir cada año que la Fórmula 1 sigue existiendo, tal como la
vivimos, sufrimos o soñamos, tal cual se significa cada ciclo solar:
reluciente a pesar de las canas que ciñen su cabeza.
Dicen que el Mundial no tendría sentido sin la carrera de El Principado,
y que por ello la mantienen contra viento y marea a pesar de disputarse
en una ratonera cada vez más angosta. Es cierto que sus calles no
menguan, si acaso se han anchado con el paso de los años, pero los que
casi no caben en ellas son los modernos monoplazas: largos, sutiles,
afinados para no correr corriendo, para ofrecer el espectáculo más lento de toda la temporada.
A pesar de los pesares, Mónaco es una
evidencia para lo nuestro. Tanto es así que a veces pienso que el día
que caiga su Gran Premio, caeremos todos con él y olvidaremos nombres
míticos como La Rascasse, Sainte Devote o Tabac,
el ruido atronador que se produce en el túnel, los juegos de luces y
sombras sobre el Mediterráneo en el puerto, sus yates, sus ricos y sus
pobres, las gradas y las peluoses, el azul tierno del cielo al mediodía y la atmósfera que respiraron y habitaron nuestros ídolos.
Llegamos de nuevo a Mónaco en unos días. Para este próximo miércoles
todo estará dispuesto otra vez, como si no se hubiera hecho necesario
recogerlo el año pasado y éste, bastara con desempolvarlo. El jueves los
monoplazas volverán a acariciar su asfalto y el viernes librarán de
hacerlo para dejar que la ciudad viva un poco y recobre el pulso. El
sábado reanudarán la carga, primero en entrenamientos, más tarde en
calificación, donde encontrar el hueco adecuado se convierte en casi una
razón de estado para las escuderías y sus estrategias. Y el domingo,
durante las casi dos horas que tiene estipulado la FIA que puede durar
una prueba como máximo, precisamente para que Mónaco quepa en el
calendario, los coches salpicarán de colores su piso gris oscuro para
disputar el séptimo enfrentamiento de esta sesión que empezó ya ni sé
cuándo.
El lunes siguiente, sin duda nos quejaremos como otras veces. Es imposible correr en Mónaco —diremos—. Otra vez los trenecitos de los cogieron —argumentaremos—. ¡Qué podio más cutre, por Dios! —señalaremos—. Y si por desgracia a Charlie Whiting le da por volver a sacar una bandera roja que beneficie exclusivamente al que ya sabemos, los tifosi juraremos no volver jamás al Principado…
Pero mientras tanto, Mónaco seguirá resistiendo en nuestra memoria, y
nosotros sabremos así que existe un lugar en el mundo al que conviene
retornar de vez en cuando para conocer al menos por qué pisamos el suelo
y por qué llamamos a todo esto lo nuestro. Un contradiós, un
enigma como tantos otros que abundan en la Fórmula 1, un escenario donde
tiene más valor el ruido y el color que la velocidad, pero donde las
manos y la cabeza de los pilotos destacan hasta el punto de obrar el
milagro de que todas las cosas que habitualmente no encajan en nuestro
pequeño mundo, lo hagan y de una vez por todas.
1 comentario:
Si no existiera habría que inventarlo. Grandísima entrada!!!
Un abrazo!
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