Dejamos atrás Indianápolis (de momento) y abrimos semana de Gran Premio. Volvemos a Mónaco como quien hace la ruta del Camino de Nuestro Señor Santiago, como quien retorna a La Galea para sujetar a su chiquillo frente al mar y la nada, como quien vuelve a Ixtlan...
De las muchas inconsistencias que nos proporciona la actualidad, sobresale ese pensamiento que afirma que sin Mónaco, o sin Ferrari, la Fórmula 1 existiría igualmente.
No es cierto, sin raíces no somos nada. La tradición las adormece. Vuelves al santuario cada año por las mismas fechas y la romería y el jolgorio y la alegría festiva terminan por solapar su significado, igual que sucede con un beso o un te quiero repetidos hasta la saciedad.
Basta mirar a Mónaco a los ojos para comprender que todo sería distinto si en vez de cada temporada lo visitásemos una vez cada cinco años o una por década, o si lo hubiésemos dejado reposando tras aquella mítica victoria de Caracciola bajo la lluvia para desempolvarlo ahora... precisamente ahora.
El uso marchita, pero el circuito ratonero por antonomasia, el trazado que niega una y otra vez que la aerodinámica sirva de mucho, se empeña una y otra vez en guardar infinidad de secretos que lo hacen único.
El puerto, por ejemplo. Bajo sus aguas, en el lecho de lodo, aún es posible encontrar alguna de aquellas hojas de laurel que, encadenadas como las cuentas de un rosario, hacían corona de las de verdad y distinguían a los mejores rodeando su cuello en lo más alto del podio. También hay gotas de sangre. Perlas rojas que recuerdan a Luigi y a Lorenzo y a los muchos que sin haber perdido la vida, casi la entregaron por inscribir su nombre a los pies de la palabra «Mónaco»...
De noche, el mar de finales de mayo se hace piel para que asciendan a través de sus poros las leyendas, los recuerdos, las historias veraces y falsas, los vítores, y el sudor sacrificado y las lágrimas de quienes cedieron o lo intentaron y jamás pudieron. Y a la capital del Principado la envuelve entonces una atmósfera indefinible, que se abre paso por los restos de un naufragio que se niega a ser olvidado, mientras revisa que todo siga estando en su sitio y en perfecto orden de revista, como definió Anthony Noghes en 1929.
Mónaco es lo que fuimos y el cómo hemos cambiado. No hace falta ser extremadamente rápido allí, basta con reconocer que sus calles siguen estando repletas de trampas que hay que sortear durante 78 giros consecutivos en pos de la victoria. Volvemos al santuario. Olvidemos un rato los negocios, el glamur y la tecnología, y escuchemos qué nos cuenta.
Os leo.
2 comentarios:
Mónaco es un circuito que me causa sentimientos encontrados. Por un lado, pienso: ¿qué demonios hace un circuito urbano, lento y que se corre en fila de a uno dentro del calendario de F1?
Pero cuando llega la cita, esos entrenamientos del jueves (no el viernes), esa grada de yates de lujo, los guardarraíles, la curva Loews, el túnel... todo esto hace que sea un GP especial y que si no existiera, lo echaría de menos.
Lo de celebrarlo una vez cada cinco años sería genial. Ese año que "toca Mónaco" lo haría aún más mágico... ;)
El otro dia comencé a ver la carrera de la eformula en Mónaco y cambié de canal a los dos minutos, cuando ví que sólo usaban la mitad del circuito. Ni siquiera usaban el túnel ni Santa Devota. Este último tramo porque es en cuesta y los coches "pierden mucha energía" según el comentarista... Pero qué mierda de categoría es esta, con coches que hay que cambiar a los diez minutos porque se quedan sin batería... Que hablen con Tesla, coño y aprendar a hacer monoplazas y no coches de feria de pueblo.
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