Ferrari: a spacetime odyssey

Alguien, quién sabe dónde, me dirá hoy que soy hijo de mala madre por escribirle a Montezemolo que se meta sus palabras de agosto pasado donde le quepan, por recordarle que tiene a dos de los tres mejores pilotos de la parrilla en nómina pero que ha olvidado que Ferrari muere en cada carrera como las espadas se rendían solo cuando eran quebradas por el adversario en el campo de batalla.

El espectáculo de hoy en Melbourne no es admisible para las máquinas de Maranello ni para sus hombres, necesitaba decirlo. Falta actitud y falla de nuevo el temple necesario, porque las apiradoras que no se usan también podrían pasar por ser fiables si no fuera porque jamás han dado la talla. 

Morir matando es buscar los límites y encontrar los de la propia gloria, pero Kimi y Fernando no jugaban hoy a eso en Albert Park. Participaban en una carrera de coches en la que el premio era llegar enteros a la meta y así no se compite en Fórmula 1, al menos como yo lo entiendo. Se parte de la parrilla con el sable entre los dientes y se agota el monoplaza y los recursos con tal de cazar una tortuga si hace falta, y después se hacen los números, jamás antes. Cuantificar y matizar los resultados a priori no es Ferrari, no encaja con su historia ni con su tradición, es hacer el idiota y apostar a que te mojen la oreja o a que te meen la pata del pantalon mientras le ríes la gracia al imbécil que ha olvidado que vistes de rosso porque tú lo olvidates antes que nadie.

Habría transigido con ver a cualquiera de los dos pilotos oficiales mordiendo el polvo después de haberlo intentado. Estaría escribiendo ahora mismo que hay que asumir riesgos y justificando lo infustificable, pero hoy no lo haré porque no es de recibo salir a terminar una carrera de Fórmula 1 o a contentarse con rebañar unos miserables puntos, en vez de a ganar desde el primer metro y hasta el último aliento.

El equipo, que en agosto pasado estaba por encima de las personalidades, hoy ha hecho pellas en Australia, pero habrían bastado un par de llamadas o tres a lo sumo, desde Italia, sin moverse del despacho, en las que susurrar a través del auricular un sencillo «Hijo, a muerte, hoy a muerte. Ya calibraremos la fiabilidad en Malasia», para que desde el muro a la pista, todo el mundo entendiera de una puñetera vez en La Scuderia lo que supone realmente correr para Ferrari.

¿No se trataba precisamente de eso?