El futuro no existe. He llegado a esta horrorosa sensación a base de ver una y otra vez todos esos anuncios que nos prometen una jubilación que jamás llegará, plena de caras a las que el tiempo ha respetado, jovialidad primaveral y extemporánea, dentaduras inmaculadas, y una felicidad que nada tiene que ver con ese 0,25% de aumento anual asegurado, con el que nuestro amado líder Mariano, trata de embaucar en julio a la masa social que tradicionalmente le asegura el triunfo en las elecciones.
Soy consciente de que incluso hay un spot que se ríe de estas cosas, para vendernos a la postre la misma mandanga aunque haciendo psicología inversa porque del 0,25% no salimos así la banca mejore sus balances la de dios es cristo, o las eléctricas, que están aquí por puro masoquismo, sigan ganando un pastizal que no se corresponde con el enorme riesgo que corren suministrando energía a hogares que no entienden que la cosa es cara y hay que pagarla. Y así y tal, y no mires a sus ojos porque te mienten, confía en los nuestros porque te mienten igual que los otros, pero al menos no nos andamos con medias tintas ni sonrisas profident a la hora de darte el palo...
La semana pasada amaneció a la vida mi sobrina nieta Cora, la hija de Iván y Regina, aquella chiquilla que con tan solo tres años, al poco de haber nacido mi hijo Josu, me preguntó a bocajarro si la iba a seguir queriendo; y hoy, Carlos, mi sobrino de sangre, me dice que Nina ya ha comenzado su pelea con Dilara, su madre, por abrirse paso para escuchar cuanto antes historias sobre su abuelo, mi hermano.
Leo nació en 2012. Recuerdo aquel día. Marnie y yo quedamos encerrados en el ascensor y tuvimos que ser rescatados. Hace nada Cora y posiblemente en unas horas, Nina. Y en dos semanas o a lo sumo en tres, llegará también la segunda criatura de Edu y Bel... Cuatro sobrinos nietos para un tío abuelo en horas bajas, que piensa una y otra vez en cómo nos engañan incluso aquellos que deberían estar despreocupados ante la tesitura de perder el tiempo fingiendo una vez más, o dos, o tres, o las que hagan falta.
La Fórmula 1, por ejemplo. Ese espejo donde nos podríamos mirar sin atisbo de sonrojo porque en su seno todo es tan crudo, que ni siquiera produce náuseas. Cosa que me lleva a pensar como hay gente que tiene tragaderas como para reafirmarse como aficionado o aficionada de escudería más que de piloto. Esto es un sindiós, una imbecilidad supina, y disculpadme que os lo diga, así, sin preámbulos ni tiritas. Lo único genuino que sucede en nuestro día a día se corresponde centímetro a centímetro con la obra y milagros de esos tipos que se juegan la vida cada fin de semana de Gran Premio. El resto es política, negocio. Hoy me haces un favor tú y mañana, si puedo te lo devuelvo como la madre que me parió.
Hay una imagen que describe a la perfección esto que vengo diciendo. El otro día, en Hungaroring, durante el homenaje que le hicieron los conductores a Jules, se confeccionó un aro de sensibilidades que rodeaba el precipitado ara sacramental sobre el asfalto del circuito, en el que los cascos de todos custodiaban el del compañero desaparecido. Hombro con hombro con la familia de Bianchi. En silencio, protegido por los representantes de los diez equipos de la parrilla.
Fuera, a unos metros, asintónico, Bernie observaba al público, quién sabe si tratando de apreciar qué tal estaba quedando todo...
He estado a punto de poneros esa instantánea para decorar esta entrada, pero he preferido la que la abre. Una de tantas como hay por ahí. Una promesa de tiempos mejores que jamás han de llegar, que nos sirve sin embargo de narcótico, para que olvidemos siquiera un instante, que cuando María murió, el negocio tuvo a bien mandar celebrar el sentido homenaje que le quisieron dar sus compañeros, en un garaje vacío de Suzuka, en cuyo retrato estoy observando todavía, el semblante serio y cariacontecido del último muerto que habita entre nosotros.
¿Qué les diré a mis chiquillos? No lo sé. Sinceramente no sé qué les diré salvo acaso, que elijan bien. Por ejemplo, a uno de esos seres de carne y hueso que nos hacen gozar cada carrera, independientemente de los colores e insignias que vistan en cada prueba, porque ellos son el último baluarte de un mundo que se empeña y se empeña en escapársenos entre los dedos, como hace la arena empapada de agua, cuando la recogemos en la playa.
Os leo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario