Imaginemos por un momento que la Liga Profesional de Fútbol decide, por reglamento, limitar la potencia de las patadas de los futbolistas porque el fabricante de balones no es capaz de asegurar la calidad de su producto ante el ímpetu balompédico de los hombres que saltan al campo después de haber entrenado como cosacos, para ser más rápidos en el manejo de la bola y más certeros y fuertes impulsándola...
Seguramente nos partiríamos la caja porque es una situación de esas que decimos de mear y no echar gota, impensable en un deporte profesional que pretende vender espectáculo, aunque es, precisamente, lo que va a suceder en el pináculo del motorsport en 2021: se tratará de limitar la carga aerodinámica que originan los vehículos para evitar que las ruedas se destrocen.
Lo rijoso del asunto estriba en que, por ahorrar unos euros, las escuderías se han visto abocadas a un gasto extra para la temporada que viene, invertido en unas soluciones que no serán adaptables a los coches de 2022.
Siempre nos quedará París, que decía Rick Blaine, y por supuesto, las parrillas invertidas de Ross Brawn, y esa maravillosa sensación de que, en Fórmula 1, existe una razón indescifrable para el aficionado que faculta que la actividad resulte perfecta sí o sí, de día y de noche, caiga quien caiga, incluso sin que haga falta que Jean Todt nos aclare que todo es por nuestro bien.
Os leo.
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