La Fórmula 1 ha cambiado tanto sus coordenadas que en algunos aspectos no la reconoce ni la madre que la parió, aunque insiste en ofrecer placeres teloneros a los más ancianos del lugar...
Lejos de la pulsión juvenil que nos ha llevado a todos a abrir los ojos como platos ante cualquier novedad, peinar más canas de las deseadas o enseñar más cartón del tolerable, suele acarrear a los de mi generación —quince años arriba, quince años abajo— que nos mostremos reacios a comprar el paño sin haberlo tocado antes.
Supongo que se debe al cúmulo de desilusiones que llevamos a la espalda, en todo caso, no suele haber nada personal en ello, que dicen en las películas de mafiosos. Eso sí, la realidad tiene la fea costumbre de imponer su criterio y mal que queramos disponemos de una parrilla joven que rebosa fenómenos: Max, Charles, Lando, Carlos, Pierre, Alex o George, etcétera. Y digo «fenómenos» porque para sentarse en el habitáculo de un monoplaza y apretar el pedal a fondo hay que serlo, independientemente de que, luego, unos destaquen más que otros.
Recuerdo que cuando impartía clases de dibujo advertía a mis alumnas, a principio del curso, claro, que una cosa era saber sujetar y usar un lápiz o un pincel, que otra bien diferente era dibujar y que arriba del todo estaba lo de hacer arte, tan lejos que no convenía agobiarse pretendiendo ser un Picasso, ya que, al final, esas cosas sólo te las confirma el tiempo.
Por suerte, la mayoría de ancianitos que pululamos por aquí ya no zozobramos con las prisas.
Es ésta una enfermedad que se cura sola con los años y que únicamente en casos muy raros requiere de medicación. Y no, no somos una pandilla de sosos que no saben ver a los abundantes Picasso que tenemos, todo consiste en que la vida ya nos ha molido a palos y sabemos de sobra lo tramposas que son las expectativas, y en consecuencia preferimos ver cómo los pilotos se forjan y se hacen a fuego lento antes de confirmar del todo que nos convencen o no.
Por increíble que parezca, verlos crecer resulta también muy entretenido.
Os leo.
Es ésta una enfermedad que se cura sola con los años y que únicamente en casos muy raros requiere de medicación. Y no, no somos una pandilla de sosos que no saben ver a los abundantes Picasso que tenemos, todo consiste en que la vida ya nos ha molido a palos y sabemos de sobra lo tramposas que son las expectativas, y en consecuencia preferimos ver cómo los pilotos se forjan y se hacen a fuego lento antes de confirmar del todo que nos convencen o no.
Por increíble que parezca, verlos crecer resulta también muy entretenido.
Os leo.
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