Si la belleza aportase décimas al rendimiento del vehículo de Le Mans, más de un ingeniero echaría la vista atrás buscando referencias en las viejas monturas que rugían en La Sarthe con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial.
Sin duda eran bellos aquellos cacharros, lo que no quita un ápice a que necesitaran ser eficientes como los de ahora o incluso más, pues no contaban con la cantidad de ayudas que hacen la conducción más fácil en la actualidad, siempre y cuando nos atrevamos a llamar fácil al desempeño de un piloto que tiene que atender a las mil y una variables que afectan su actividad cuando toma entre sus manos la guía de uno de nuestros modernos racer cars.
Esta zona gris de las 24 Horas de Le Mans es la que más me ha atraído siempre: el hombre, el conductor, el piloto. Y es que si hay hay que estar hecho de una pasta especial para meterse en un habitáculo y lidiar con lo que caiga durante lo que dura un relevo y así hasta completar un día, con más razón podemos considerar que había que estar bastante zumbado para hacerlo hace décadas no, hace casi un siglo...
A la intemperie, con focos que parecían linternas grandes, soportando frío, calor, inclemencias meteorológicas de todo tipo, gobernando un volante que necesitaba de buenos brazos y superar los abundantes calambres mientras se convivía con el olor a boca de demonio que reinaba en el habitáculo porque parar para orinar podía suponer en muchos casos que un rival te adelantara o que no volvieras a ver al que llevabas delante.
Rezando siempre para que la mecánica respetase al equipo o para que un inoportuno pinchazo no se llevara por delante las toneladas de esfuerzo invertidas, porque la rueda la tenías que cambiar tú, acaso con la ayuda de algún espontáneo...
Rezando siempre para que la mecánica respetase al equipo o para que un inoportuno pinchazo no se llevara por delante las toneladas de esfuerzo invertidas, porque la rueda la tenías que cambiar tú, acaso con la ayuda de algún espontáneo...
Si me encandila Le Mans es por la multitud de preguntas que aún me quedan por responder. Una de ellas, sin duda, es si la belleza de aquellos monstruos era sólo suya o participaba también de la locura de quienes se atrevían a conducirlos en una aventura que duraba una jornada completa.
Os leo.
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