Los entrenamientos son una parte imprescindible de nuestra actividad —a mi modo de ver, a la que se ha dado la espalda de manera miope, por aquello de controlar el gasto, o eso dicen—, y es cierto que se pueden extraer jugosas consecuencias, pero siempre y cuando no perdamos de vista que los monoplazas ruedan en unas condiciones que se acercan a lo ideal.
Bueno, es fácil entender que si no fuese así resultaría complicado recabar datos de buena calidad y, mucho menos, establecer un comportamiento promedio de lo utilizado, y del conjunto, por supuesto, que permita luego diseñar las variables para cada circuito que compone el calendario del Mundial.
Es obvio que se prueba de todo, incluso chismes que no se utilizarán posteriormente o que serán desechados. Así las cosas, desde los neumáticos a las configuraciones de los coches, se sondea todo lo habido y por haber, pero en condiciones más o menos ideales, repito, y esto, aunque no lo parezca, puede distorsionar bastante nuestras apreciaciones sobre lo que ocurre en pista.
El tráfico, por ejemplo. En entrenamientos no suele haber densidad de vehículos sobre el asfalto aunque durante los Grandes Premios suponga un ingrediente fundamental en el que interviene, con papel protagonista, al menos un 60% de la parrilla. Esto supone mucho aire sucio delante y los alrededores de los monoplazas, y, como vengo diciendo, es una circunstacia de carrera que no se explora durante los test a pesar de su importancia en temporada.
Desde luego no hace falta tratarla ahora porque lo importante es definir correctamente cada coche, pero a partir del Gran Premio de Australia va a dar algunos sustos a los que cogen los tiempos por vuelta, miran los giros dados y empiezan a hacer quinielas.
Ha sido así de toda la vida y en 2020 no tiene por qué ser diferente. Os leo.
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