viernes, 23 de diciembre de 2016

Las notas rotas [#Nürbu 03]


Los circuitos que no se usan parecen regalos de Navidad después de una noche de juego en que se acabaron quedando sin alma o sin pilas. 

La muñeca ya no dice mamá, o papá o pipí, a la mañana siguiente. Al cochecito no le suena la sirena ni se le iluminan las luces, ni le funciona el motor, ¡carajo! El puzle hace horas que dejó de suponer un reto; y el barco velero, la verdad, ahora que hay colegio queda mejor sobre la balda de la estantería que cazando piratas sobre la alfombra del comedor.

No tengo muy claro que para Konrad Adenauer no fuese más importante contar con un gigantesco scalextric alrededor del castillo de Nurburgo que revitalizar la región de Colonia, después de la Gran Contienda, creando un monstruo en las montañas Eifel cuya construcción daría de comer a miles de familias y serviría luego como pista de pruebas para automóviles —los datos están ahí: los primeros coches que corrían sobre pistas eléctricas de raíles, para alborozo de sus pequeños propietarios, datan de 1912. El político alemán, uno de los padres de la Europa unida por las ideas y los hombres en vez de por las armas, nació en 1876. Nürburgring se inaugura en el verano de 1927...

Los ingenieros de entonces no eran como los de ahora y resulta fácil imaginar a Gustav Eichler arrancando una melodía de su piano, que, posteriormente, convertirá en senos, cosenos, arcos y finas ecuaciones en su mesa de dibujo, para tarareársela más tarde a Creutz y Adenauer, convenciendo al primero de que la composición salvaguardará su promesa de proteger los intereses de los ganaderos de la zona, y, al segundo, de que su sueño de tener un scalextric es posible.

Basta contemplar el Nordschleife cuando no circulan vehículos, para comprobar que existe en su diseño una armonía musical. El silencio narra con la misma fuerza que el sonido, circunstancia que adquiere una belleza idescriptible cuando la pista resulta impracticable por la niebla, el agua o por la nieve.

Utz, el umbral de Jorge Oteiza... 

La inquietud está siempre presente en una quimera que carece de sentido si no hay un ser humano que pretenda trascenderse en ella jugando a la vida y la muerte sobre una máquina. La tensión artística existe a pesar de la obra —una miserable carretera—, pero eso hace de Nürburgring un gigantesco poema sinfónico que vibra en cada curva, en cada bajada y ascenso. Que cobra vida incluso cuando no hay nada que ver, nada que oír, porque todo lo apaga la muralla de árboles que rodea el circuito.

Acostumbrados a que el ruido de los motores sea necesario para disfrutar actualmente del motorsport, cabe recordar que hubo un tiempo en que lo importante eran el silencio y las notas rotas. 

Durante buena parte de los años 50, por ejemplo, era posible ver a los participantes en 22 ocasiones a lo sumo. A partir de 1958 la cifra se redujo porque si no puedes con un gigante es mejor compartir con él el menor tiempo posible en la lona del cuadrilátero. En los setenta del siglo pasado sólo eran 14 oportunidades, el resto era imaginación, incertidumbre, magia. Allí vienen, allá van, como sucede ahora en los rallies...

Pero siempre llegaban el invierno y esa sensación de abrigo que sólo surge del frío.

Os leo.

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