jueves, 22 de diciembre de 2016

Pavane, Op. 50 [#Nürbu 02]


Un día bajas lo brazos y tiras la toalla. Por muchas vueltas que le des no eres capaz de imaginarlo. Puedes recrearlo, eso sí, puedes casi rozarlo con los dedos, pero esa realidad se escapa siempre, furtiva siempre, inalcanzable siempre. No, no te pertenece, y como hacen los gatos cuando no quieren compañía, muestra su rechazo sin querer molestarte... Allá tú a partir de ese instante.

Guillermo, aviador durante nuestra Guerra Civil y Joserra, un ex seminarista que se ganó la vida como maestro y extraordinaria persona, me enseñaron que hay cosas que el pasado entierra no con la intención de ocultarlas sino para protegerlas.

La foto de más arriba es un engaño. Dos años y unas semanas antes de que yo viniera al mundo, el asfalto del Nordschleife se quebraba por donde concluía la rodada, para dejar paso a las piedras y la tierra en la que crecía la hierba.

¿Gravilla? Aquella frontera natural significaba la fina linde que separaba la vida de la muerte. Podías jugar con ella, cortejarla, llevarla de la cintura en un baile de máscaras, pero más te valía saber lo que estabas haciendo porque en caso contrario los neumáticos perderían adherencia o reventarían, el morro o la zaga te harían una jugarreta, y si la Fortuna te besaba en la frente, incluso podrías llegar a contar cómo acabaste la prueba fuera del coche volcado, con algunos rasguños pero lejos del fuego originado por la ignición del combustible y el aceite.

En cambio, si la diosa había decidido esquivar tu mirada, tus días podían acabar como terminaron los de Richard Seaman en Spa, o los de tantos que perdieron su vida soñando que podían lograrlo en cualquiera de aquellos infiernos gigantes que jalonaban la vieja Europa, o quizás en el más adusto de todos, el más hostil, el huraño y ancestral Nürburgring, donde dicen que habitan las muertes que esperaban dispuestas a recitar tu nombre por última vez abrazadas a los árboles.
 
No sé si recuerdo cómo había amanecido aquel domingo 4 de agosto de 1957, mucho menos si lucía el sol desde primera hora de la mañana o todo el Nordschleife era un jirón de humedad y niebla que poco a poco se fue disipando. Tampoco importa. Los colosos de su tamaño acostumbran a ser difíciles de comprender. Pero cuando se dio la salida el cielo estival se mostraba iluminado y Francisco Godia, Paco, partía desde la vigésima primera plaza, por el interior, compartiendo quinta línea de parrilla con Karel Godin de Beaufort y Horace Gould.

El barcelonés arrancó bien, y durante los primeros kilómetros y la primera vuelta consiguió superar algunos rivales, pasando por línea de meta en la decimoctava posición.

Aún conseguirá ser décimo séptimo tras el abandono de Jack Brabham, pero su gran mano de póker duró poco. En el giro once comenzó a ceder terreno después de haber rodado durante más de 228 kilómetros, en lo cuales, lamió todas las heridas que presentaba el asfalto y guiñó a todas sus trampas con las manos firmes sobre el volante, acariciando una y otra vez la piel oscura del titán que se dibuja aún hoy sobre la superficie del Westeifel alemán, pero mientras el Maserati 250f con dorsal 18 iba dando muestras de fatiga, él se sentía más vivo que nunca.

Guillermo me relataba cómo sonaban las balas cuando pasan cerca. Había que oírlas, me decía, porque cuando suenan a tu lado comprendes que te están perdonando la vida...

Os leo.

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