miércoles, 19 de marzo de 2025

Vamos, ¡mo me jodas!


Estoy a cinco minutos de lanzarme a un abismo que me había prometido no volver a sobrevolar. La sobreexposición me cansa, incluso cuando sobra lo de «sobre» —disculpadme la inevitable cacofonía— porque, la verdad, voy muy comedido con esto de las apariciones públicas, más allá de Nürbu, claro. Aunque un amigo es un amigo y no puedes (no debes) seguir dándole esquinazo tras largos años de evitar el encuentro, por lo natural, lo entero, racional, irracional o real. 

Obviamente os avisaré cuando el engendro esté disponible. 

Me dispongo a grabar una charla sobre el Gran Premio de Australia que me aliviará escribir líneas y líneas negro sobre blanco. 

Eso sí, tampoco quiero dejar pasar la oportunidad de echar este último ratito antes de que el Recording se active, recordándoos que hay una pujante corriente de opinión que está reivindicando la figura del prevaricador Charlie Whiting, el último responsable de que Jules Bianchi perdiera la vida, el hombre que tenía un cuadernito —riámonos de la libreta roja de Newey—, que le avalaba para aplicar el Código Deportivo a su manera y por sus santos cojones.

Suena a chufla pero en modo alguno lo es. 

Que Whiting suponga el anhelo y horizonte de toda esta peña que ni lo sufrió ni tuvo que aguantar sus tropelías, sólo significa la rendición del deporte ante los idiotas, y su negligencia más infantil y perversa. Hay quien lo defiende honestamente, ¡faltaría!, como se defiende todavía a Pinochet, Videla, Hitler, Bandera, Putin, Mussolini, Stalin o Franco, pero si este es el camino hacia la normalidad ideal en nuestro tingladillo, me pido lo que Mafalda: que el mundo se pare, que me bajo.

Quizás nadie les haya mandado todavía a tomar por donde amargan los pepinos, pero estoy de guardia y los mando yo: desapareced, cretinos, ocultaros antes de seguir dando lástima; imbéciles que no sabríais hacer la O con un canuto. Whiting no es ejemplo de nada salvo de la corrupción que ha venido matando nuestro deporte durante décadas, para ponerla, al fin, en manos de los titiriteros que mueven los hilos sin que os enteréis.

Os leo.

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