domingo, 16 de marzo de 2025

¡Mi niño!


Compramos todas las carencias del primer anglosajón que pasa por la puerta y así nos va, que ni nos damos cuenta del embolao en que seguimos metidos. 

Velociraptores que huelen la sangre y como lo llevan en el ADN pues ¡normal!; historias viejunas de actos testorerónicos nutriendo constantemente nuestro acervo común; metáforas trituradoras; ¡qué cruel es la Fórmula 1, por Dios!; pero Marko mal, muy mal afeando la llantina que le ha entrado a Isack Hadjar, básicamente porque mientras volvía a boxes, el francés ha encontrado en su camino a un Anthony Hamilton que hoy nos brindaba una lección, así, generosote el hombre...

Como le sucedía al pececillo de Michel Foucault, sin perspectiva hemos acabado normalizando cosas y situaciones que quizá no sean tan normales como nos hacen ver. La omnipresencia en nuestras pantallas de los progenitores de algunos pilotos, por ejemplo. Únicamente algunos, la verdad, situando el enfoque narrativo donde la prensa y sus complejos precisan enfatizar cómo el aficionado debe apreciar o despreciar al hijo del padre o la madre, o del espíritu santo, así, escrito en minúsculas para que no se agravie nadie.

No supone ninguna casualidad que el entorno de Max Verstappen esté nutrido de figuras controvertidas: padre dudoso y duro, jefe y protector desalmado —por cierto, cuando Vettel esto no funcionaba así—, ni que el de Hamilton, sin embargo, rebose retóricas inspiradoras, su papá, su hermano, doña Carmen, Ron que era como un padre, Toto que también era como un padre...

La varita mágica de la sensiblería anglosajona ha tocado ahora a Lando, y no por un azar. 

No conocía a Cisca, su mamá, pero la he visto tantas veces desde que el zagal se postuló como candidato al Mundial de Pilotos el año pasado, y tan largo durante la retransmisión del Gran Premio de Australia, que siento como si fuera de la familia, y pienso que quizás resultaría apropiado invitarla a Gorliz, por aquello de hermanar sensibilidades.

Os leo.

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