Entre los fingidos old school y las nuevas remesas que nutren las filas de la chavalería ligera, la vida formulera no es ni una décima parte de lo divertida que era antes.
No hay que echar la vista demasiado atrás —tan sólo veinte años, y eso si los tenemos para descontar—, que la peña moría de pena pensando en qué sería de la afición española el día que se retirase Fernando Alonso. Bueno, el Nano se fue y retornó en una ausencia que sumó más tiempo que el que anduvo Lobato lejos de las retransmisiones, y el dolor es parecido aunque los temores sean aparentemente distintos.
He habitado entre friquis y sé de sobra en qué consiste esta necesidad de vivir permanentemente en estado sumiso de pánico. Sin la amenaza de un enemigo ficticio y creíble la existencia de muchos se reduce al más absoluto vacío. ¿Qué pasará si Max se calza el cuarto? Nada, absolutamente nada, todo seguirá igual porque el año que viene estaremos a otras cosas y desde Inglaterra nos dirán ante qué diablo sentir pánico, que a lo peor es Pazuzu, a quien Dios confunda y anatemice por siempre jamás...
Rodéame con tus brazos aunque te falten las fuerzas.
Reposa tu cabeza sobre la mía porque así te oigo mejor aunque no puedas articular palabra, y no temas, cachorro, mi pitufete querido. Abrimos postquemadores, acabamos juntos con el combustible disponible, nos marcamos un picado en ascenso y dos o tres tijeras para la galería y Youtube, soltamos algunas bengalas, y cruzamos los dedos en la cabina para que la amenaza nos regale unos minutos, unas horas, unos días, unos meses, el Altísimo lo quiera, en los que aún sea posible que tú luches por mí y yo pueda permanecer a tu lado, antes de que la deflagración nos haga migas.
Miedo, dicen los viejos. Miedo ante los acontecimientos, articulan los recién llegados que no saben ni por dónde les da el aire. Y nuestra rana, ese puntito naíf al que nos hemos agarrado los dos, porque la vida es mucho más divertida cuando la compartes hasta donde llega.
Te quiero. Os leo.
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