Antropológicamente hablando, el ser humano desarrolló su espiritualidad por dar sentido a las circunstancias que lo rodeaban y no sabía explicar, y por saberse protegido en una unidad de creencias; en una palabra, por no sentirse solo.
Me quedan muy a desmano mis lecturas de Margaret Mead durante la universidad y después, pero persiste ese poso que ha alimentado siempre mi potente lado femenino: sentir sin fronteras, amar sin fronteras, vivir como una responsabilidad con uno mismo, unívoca, plena, como disfrutar de un regalo estrictamente personal, y huir de las cajitas, sobre todo huir de las gabelas que trae consigo la socialización del individuo.
Podríamos ser muy diferentes a lo que somos de haber nacido en otro punto del globo, pero no tuvimos suerte, o sí, que hay quien es feliz sin hacerse tantas preguntas ni comerse tanto el tarro. A fin y a cuentas, como nos enseñaba nuestro profesor de Psicología en Bellas Artes: tenemos obligación de conocer las reglas del juego, pero es más importante aún evitar hacerse trampas al solitario si nos las saltamos.
Necesito un puñado de semanas y sé cómo encontrarlas y por dónde empezar. Hoy mismo, por ejemplo, cuando apenas son las siete de la mañana y el búho de Gorliz otea su territorio desde la copa de su árbol preferido, a unos 50 metros de casa mirando al sur en diagonal.
Os leo.
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