Antes se pagaba a plañideras para que acompañaran los entierros, mujeres que lloraban a tanto la lágrima, por horas, desempeñando un trabajo como otro cualquiera.
La tradición es antiquísima pero se ve que sigue en boga. Al parecer los deudos de Dieter Mateschitz no pueden llorar en público y por ellos lloran otros de forma vicaria, una cosa lleva a la otra, se desmadra el asunto y quién diría que no ha muerto Enzo Ferrari, Ken Tyrrell o Colin Chapman.
Ya os voy advirtiendo que yo era del buen Steve de Apple, Wozniak, el otro me caía como una patada en salva sea la parte, no porque Jobs careciera de su aquél, más bien por los que lo idolatraron en vida y lloraron su muerte como llorábamos ante el efecto 2000, acojonaditos porque se nos iba todo al carajo pues el 1 de enero de aquel final de siglo llegaba poco menos que el apocalípsis. No pasó nada, como no había sucedido nada antes de Jobs, mientras Jobs y después de Jobs, igualito que antes de Mateschitz, mientras Mateschitz y, supongo que sucederá después de Mateschitz. Las figuras mediáticas son así de volátiles, como sus plañideras, que a saber a quién lloran mañana.
La frase más certera sobre el fenómeno Milton Keynes nos la ofreció Lewis Hamilton en 2011 —hasta los relojes rotos aciertan la hora dos veces al día, hay que disculpárselo—, afirmando: «Red Bull no es un fabricante, es una compañía de bebidas». Una compañía de bebidas que malversó el sentido del segundo equipo en competición, que vistió de Superman a David Coulthard en Mónaco, de tetracampeón a Sebastian Vettel y a Max, bueno, creo que podemos coincidir en que Max se viste sólo.
Comparar a Mateschitz con los auténticos genios de nuestro deporte hace un flaco favor a quienes andan argumentando tamaña bobada. Fue en vida un tipo listo que aprovechó la debilidad de un negocio que recién se la había metido doblada a la Leverkusen y se había echado en brazos de CVC Capital Partners. El austriaco vio cacho, pagó por adelantado y recibió a cambio lo prometido: un lugar importante en el mejor escaparate del mundo, alumbrando de paso un modelo de explotación de la actividad en el que ni creí entonces ni creeré jamás.
Que Dios lo tenga en su gloria, faltaría más, pero ya, dejémoslo estar porque el ruido ambiental a estas horas produce una vergüenza ajena tremenda.
Os leo.
1 comentario:
Max aprendió a vestirse sólo... hace muy poco.
Por suerte, su segundo campeonato diluye a la mitad el pastizal que invirtió RedBull en él, para fabricar al New Seb Vettel. Varios cientos de millones ha salido a la escudería.
De no ser por la fe ciega (o el capricho) del ojillo de Marko, este chaval no duraba en F1 más que un par de años. En otra época, acababa como Jacques Villeneuve. Hoy en los tilkódromos, se ha cargado en búsqueda del objetivo dos docenas de monoplazas y un par de buenos pilotos azules que, a lo mejor resultaban hasta más económicos.
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