sábado, 12 de enero de 2019

Los hombros de Horst


El vals que compuso Alexandre Desplat para Philomena suele acompañarme en momentos como éste, en los que uno no sabe qué decir pero sabe, sin lugar a dudas, que debe dejar atrás los miedos y atravesar la pista de baile para solicitar clemencia de alguien querido que en estos instantes se duele de una pérdida irreparable.

—Soy un perfecto patoso, pero si me hace usted el honor de cederme este baile la llevaré gustoso al son de las notas de este bonito «parisien»...

Bueno, también está Nürbu para estas cosas, entre otras muchas —me digo—, y el caso es que en el mundo hay infinitas más personas buenas y edificantes de las que salen en los telediarios o las noticias, y aunque, cuando se han ido definitivamente, los caminos por los que transitaron suelen quedar helados como el Nordschleife en invierno, el recuerdo de su paso por ellos permanece tibio por siempre jamás, a la espera de que alguien descubra las huellas abundantes, las miguitas de pan del cuento de Hänsel y Gretel.

Horst lo sabe y camina con su chiquilla a hombros sobre el verde primaveral, estival u otoñal, plagado de hojas secas éste último; en el fondo qué más da; o sobre la hierba que ha perdido su color bajo el rocío, la helada o la nieve. También recuerda, como hemos hecho todos, pero prefiere fingir que ha olvidado porque alrededor de su cuello se siente seguro el futuro rodeándolo con sus frágiles piernas. Su futuro, el de él, ése mañana del que todos somos responsables más que del ayer, que a fin y a cuentas nos ha venido impuesto o añadido por las circunstancias.

La buena gente abunda, sólo pasa que nadie habla de ella...

Uno no deja de ser el peque, el nene o la nena, hasta que las luces se apagan del todo. Tatito, como me llamaba mi progenitor. Josutxu, como llamo yo a mi pequeño a pesar de que va para 29 años...

El 26 de marzo de 2008 cogí el tren en Portugalete a las 06:30, como hacía prácticamente todos los días. Tenía que acabar unas ilustraciones infantiles cuya conclusión se había complicado porque Julián agonizaba desde hacía un par de semanas, para terminar falleciendo el 24 minutos antes de dar las 12 campanadas. La editora, incapaz de entender las dimensiones del agujero en que me encontraba, apretaba y apretaba porque había que cumplir los plazos y tal, y mientras daba las últimas luces a aquella serie de imágenes que en teoría debían mostrar mi mayor ternura, no dejé de pensar ni un momento en el gélido frío que hacía afuera.

Acabé lo encomendado y lo entregué, y camino de Santurce, de vuelta al calor, pasé por el tanatorio de Portugalete para recoger las cenizas de Juliantxu, Aitite, mi eslabón anterior en el linaje Tellaetxe.

Llevé sus restos en mi mochila hasta el domicilio familiar como quien lleva a un amigo a cuestas. Papá...

Hablo mucho con él y con mi hermano Julián, arrancado de mi lado un 12 de febrero de 2015, y comprendo tu tristeza, corazón, pero el Nordschleife seguirá frío y distante siempre y cuando olvidemos que lo importante de la nieve son las huellas que nos dejaron como regalo nuestros seres queridos, entre ellos Horst, tu padre.

Ellos, nuestros desaparecidos, siempre recordaban aunque fingían que habían olvidado. Y siguen llevándonos a hombros, como en nuestra niñez, hombros que son los pilares del mundo en que crecimos, porque nosotros éramos y somos aún su futuro, y al futuro hay que protegerlo de las inclemencias del tiempo, ya que si no, como les pasa a los naranjos y limoneros, los terminan secando las heladas.

—Soy un perfecto patoso, pero si me hace usted el honor...

Te leo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué admirable, Orroe. Le estás escribiendo a alguien y me gustaría ser esa persona. Perdí a mi padre el año pasado y una a una me lo recuerdan tus palabras. Los hombros "pilares del mundo". Sé que es mucho pedir pero no dejes de escribir.

Abrazote y gracias

Anónimo dijo...

Me uno al comentario del anónimo anterior. ¡Qué grande eres, joder!