La historia nunca está completa si no tenemos en cuenta a los muchos olvidados que permitieron destacar a los recordados. Sin alguien a quién enfrentarse, alguien a quién superar o alguien que al menos haga de notario de las fintas al aire, el héroe languidece, se desdibuja y muere como figura retórica.
Nürburgring ha sido testigo del paso de numerosos pilotos que encontraron sobre su asfalto una forma de reivindicarse y reinventarse, para, al cabo, terminar siendo olvidados porque no fueron agraciados con la gloria, como si no bastase con zambullirse en la Laguna Estigia para resucitar luego.
Ganar. En deporte sólo hay una palabra buena: ganar. El segundo siempre es el primero de los perdedores, y esta doctrina que divide a los humanos en ganadores y fracasados nos ha calado hondo, tanto que resulta complicado entender cómo sin alguien que interprete el papel de perdedor, el ganador no gana nada. Sí, corre contra el tiempo, contra sí mismo, pero una victoria vale poco si no se contrasta con el sacrificio del que muerde el polvo en la batalla, muchas veces por la simple soldada, por el buen hacer, el pundonor, o por el orgullo que supone tener conciencia de que se ha intentado.
Lucien Bianchi forma parte de este selecto grupo de conductores que rodó en el Nordschleife y cuyo nombre cuesta encajar en un lugar tan cargado de épica como de silencios.
Antes de aquel fatal accidente que lo llevó por delante a bordo de un Alfa Romeo T33/2 mientras entrenaba para las 24 Horas de Le Mans 1969, el italo-belga participó dos veces en el Gran Premio de Alemania. La primera fue en 1962.
Integrado en el equipo ENB (L'Equipe National Belge) y sobre un ENB-F1/Maserati, partió último de la parrilla aquel lejano y lluvioso domingo 5 de agosto, ocupando la vigésimosexta posición en una aventura automovilísta que hoy nos llenaría de ternura, por la desigualdad ante sus rivales y porque ENB era más puro romanticismo que una escudería al uso. Bianchi terminó último. Decimosexto. Beneficiado por los abandonos. A una vuelta de la cabeza de carrera.
La segunda ocurre en aquel terrible 1968 que llevaría a Jackie Stewart a bautizar como Green Hell al trazado de las Eifel. Lucien corre esta vez para Cooper. Califica bajo la lluvia penúltimo, por delante de Dick Attwood, pero en el aguacero del domingo siguiente, se verá obligado a abandonar en la vuelta 7 debido a un fallo en la bomba de aceite que alimenta su motor BRM V12.
Lucien Bianchi es una estadística más. Un nombre entre decenas, hasta que un joven Jules nos anima a prosperar entre las brumas de la memoria colectiva buscando sus raíces. Entonces encontramos a su tío abuelo. Pero fallece la joven promesa y Lucien vuelve a desaparecer...
La memoria es torticera. Elige nuestros recuerdos, aquello que recordamos. Sin embargo, el Nordschleife sigue atesorando pequeñas anécdotas que sustantivan el hecho de que sin los abundantes perdedores, perdidos y pendientes, que se enfrentaron al gigante siquiera una vez o dos, nuestra historia carecería de esencias, aromas y sabores.
Os leo.
La memoria es torticera. Elige nuestros recuerdos, aquello que recordamos. Sin embargo, el Nordschleife sigue atesorando pequeñas anécdotas que sustantivan el hecho de que sin los abundantes perdedores, perdidos y pendientes, que se enfrentaron al gigante siquiera una vez o dos, nuestra historia carecería de esencias, aromas y sabores.
Os leo.
1 comentario:
No tengo palabras, Josete. ¡Vaya serie de artículos que estás escribiendo! Mi más sentida enhorabuena. ¡Qué lujo!
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