domingo, 1 de enero de 2017

No es tuya, ni mía


En épocas de estrechez informativa, cuando no hay mucha realidad a la que meter mano, las redes sociales se convierten en un hervidero de contradicciones, cuando no en un campo de batalla donde tienen lugar reñidos juegos florales que gana quien la suelta más gorda, como de costumbre.

Al grito de ¡menos twitter, más pelouse!, se nos viene a decir que es mejor un teléfono de los de antes del diluvio que un smartphone con todo tipo de aplicaciones, precisamente en el instante en que la Fórmula 1 ha descubierto que tiene que recuperar todo el tiempo que ha perdido dando la espalda a la modernidad.

Es primero de año y sinceramente, no sé qué coño hago escribiendo a estas horas. Supongo que lo de siempre: ahuyentar fantasmas, desperezar mi espíritu crítico, no sea que me atrape un telediario y no me deje escapar, y, de paso, calentar los dedos para seguir pariendo ideas bien con letras o dibujando, los únicos placeres a los que me niego a renunciar.

En fin, pretendía daros los buenos días y, mira por dónde, me da la sensación de que nada ha cambiado del año pasado a éste. Y tal vez sea eso: que por mucho que nos empeñemos o muchas promesas que nos hagamos, las cosas se muestran reacias a ser distintas.

En lo nuestro, el espectáculo manda y formamos parte de él o terminamos dando el cante. Dan ganas de cortar la cinta roja y declarar inaugurado este año en que Nürburgring cumple 10 temporadas, pero mejor lo dejamos tal cual: Silencio roto a las 10 de la mañana —stop—. Entrada nueva —stop—. Número 3099, concretamente —stop—. La vida sigue igual, o parecido —stop.

Y ya en harina, creo honestamente que lo que nos falta es criterio global, sentimiento de tribu. Aquí cabe todo el mundo. De derechas, de izquierdas, de centro (si es que eso existe), de alta alcurnia o de humilde cuna. Técnicos, analistas de tornillos, filósofos, encantadores de serpientes, enamorados o enamoradas de un piloto, o de dos, o de tres pero sólo de tres; gurúes, eruditos, excelencias y parias, freaks, Billy Elliots, incluso cantamañas y tocapelotas como yo...

Lo hermoso, y grandioso, de la Fórmula 1, creo, es que entre los boinazos de lunes a jueves y los del lunes siguiente a un fin de semana de carrera, todos, vengamos de donde vengamos, seamos como seamos, pactamos una tregua alrededor de un suceso que consiste en que unos cochecitos de colores se ponen a dar vueltas y vueltas a un circuito. ¿No es mágico?

No os aburro. Contra los que se ponen farrucos porque dicen que criticar no es amar este deporte, desenfundo al tipo de la imagen de entradilla y disparo sus palabras: «It's missing excitement, incidents, failures and accidents.»

Ahí, con dos cojones —por estas cosas me he rendido siempre a tus pies, Jackie—. El espectáculo debe mejorar, en todos los aspectos, pero fundamentalmente en el de convencer al público de que está viendo algo único e irrepetible, independientemente de si lo está disfrutando desde la pantalla de un ordenador o una televisión, a través de los comentarios de los amigos de Twitter, o desde la pelouse que recomienda el sabio.

No obstante, ya os voy augurando que cuando pasen dos o tres añitos, o tal vez alguno más porque uno nunca sabe, nuestras trincheras actuales no serán otra cosa que cicatrices imperceptibles en el terreno, pues por encima de nosotros, de nuestros afanes y querencias, la Fórmula 1 seguirá siendo el hogar de todos. Ni tuya ni mía, de todos...

Os leo.

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