Llegas a una edad en que cada vez te sorprenden menos cosas, incluso que el desembarco de Colapinto en nuestro deporte haya obrado el milagro, en algunos lugares del globo, de devolverlo al epicentro de la actividad automovilística mundial y a su cúspide, cuando, hace nada, se comparaba con la IndyCar, la NASCAR o el juego de la petanca con tal de poner en solfa su aura de santidad imperecedera.
La Fórmula 1, empero, actúa ahora como ha hecho siempre, abriendo sus brazos y acogiendo incluso a los díscolos y renuentes a aceptar que su grandeza resulta intocable, precisamente porque su generosidad es grande, como la del padre del hijo pródigo de la parábola, y contando con que Liberty Media no joda este aspecto como está haciendo con tantos y tantos en la disciplina.
En fin, es lunes y tampoco me sorprende la tranquilidad que se respira en el ambiente, aunque sí lo haga la revitalización de viejos esquemas de comportamiento en redes sociales, fundamentalmente, donde han vuelto con renovados bríos las parejas de guardias civiles, el cabo y el número, el maestro y el aprendiz, el Jedi y su Padawan, el experto y el lego en la materia que busca amparo en la seguridad que le proporciona la sabiduría de su preceptor.
La cosa iría bien si no hubiera overbooking de sabios para montaña tan pequeña o los mentores no anduvieran alzando la voz y vendiendo como mercancía barata sus conocimientos y contrastadas habilidades adivinatorias. Lamento decíroslo, pero todo esto no es más que una rutina de las muchas que nos afectan como colectivo. Vienen y van. Ahora, por ejemplo, estamos en plena efervescencia pero pasará pronto, y entonces será el momento de echar cuentas y rescatar víctimas en los arrabales, si queda alguien vivo, claro.
Os leo.
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