Más de la mitad de la magia que adornaba a Ayrton Senna habría desaparecido si en la época en que corría las retransmisiones hubiesen sido como ahora. En realidad, no es por la retransmisiones en sí, sino por el papel que juegan en la actualidad las conversaciones por radio.
Hamilton no ha pillado este puntito todavía. Hace una pole o gana una carrera, y el británico habla primero con su ingeniero y después se baja del coche, se arrodilla o se pone de pie sobre él, lo acaricia y besa, mira hacia el cielo y en la primera oportunidad que tiene habla de Jesús en rueda de prensa... Es decir, se le oye antes y después del milagro, lo que resta intensidad y quintales al fenómeno.
Ayrton, seguramente, también agradecía al equipo la contribución a sus éxitos pero el espectáculo le respetaba. Existía espacio para la intimidad, silencio, y sus milagros disponían de muchísima más sustancia que los de Lewis, que no es por nada, en esto no le llega ni a la suela de los zapatos al paulista.
Senna resultaba creíble. Se desmayaba en el podio o casi se desmayaban sus contrincantes, como le pasó al bueno de Mansell en Mónaco 1992.
El discurso épico funcionaba entonces por activa o por pasiva. Los pilotos de antaño se deshacían al volante y después de descubrirlos al final de sus respectivas hazañas, comprobábamos de primera mano cómo había sido su sufrimiento, o en su defecto, nos lo imaginábamos, lo que tiene infinito más valor. Y como el deporte no nos regalaba segundos y segundos de metraje de audio totalmente prescindibles, desconocíamos si durante la prueba se habían ciscado en los muertos del director de carrera o habían regalado alguna jaculatoria que otra a sus rivales; o se estaban deshidratando, como le sucedió a Trulli en Singapur 2009...
La Fórmula 1 se ha convertido un poco en The Truman Show, mayormente porque ahora seguimos (perseguimos) a los conductores casi hasta el baño, y ya se sabe, donde hay demasiado ruido no hay sitio para los rapsodas, ni para los artistas y ascetas.
Soy más de Prost, lo he dicho muchas veces, pero a Senna no se le pueden negar ni sus gigantescas virtudes dentro del habitáculo ni esa posibilidad real de que hablara con Dios [El éxtasis]. No había radio como la conocemos ahora. El invento no formaba parte del espectáculo porque Bernie no había visto sus infinitas posibilidades a la hora de caldear el ambiente, a la hora de dibujar buenos y malos, etcétera. Y Ayrton, que comprendió antes que nadie que el silencio era oro puro, se erigió como su dueño absoluto.
El brasileño jugaba con lo que desconocíamos o nos estaba vedado. Era él antes de subirse al coche y él al salir del monoplaza, porque en la hora y media que transcurría entre el antes y el después sólo había silencio, un infinito silencio únicamente roto por los comentarios de los encargados de la retransmisión. Senna, ahí, durante ese intervalo, era como un secreto sin desvelar que afloraba en las ruedas de prensa, y si el paulista decía que había visto a Dios nos lo creíamos porque no existían razones para pensar lo contrario...
A Hamilton le falta todavía dominar esta área. Si se calla cuando hace una pole o gana una carrera, si es capaz de imponer el silencio que le están hurtando las gabelas de las retransmisiones, podremos creerle cuando dice que le pide a Jesús que le ayude y el Hijo del Altísimo se lo concede. Mientras tanto esto no sucede, a Lewis le sobra la radio que le delata y las maneras que se gasta intentado parecerse un tanto así a un tal Ayrton Senna da Silva, irrepetible él, con sus cosillas, sí, pero gigante entre gigantes.
Os leo.
Hamilton no ha pillado este puntito todavía. Hace una pole o gana una carrera, y el británico habla primero con su ingeniero y después se baja del coche, se arrodilla o se pone de pie sobre él, lo acaricia y besa, mira hacia el cielo y en la primera oportunidad que tiene habla de Jesús en rueda de prensa... Es decir, se le oye antes y después del milagro, lo que resta intensidad y quintales al fenómeno.
Ayrton, seguramente, también agradecía al equipo la contribución a sus éxitos pero el espectáculo le respetaba. Existía espacio para la intimidad, silencio, y sus milagros disponían de muchísima más sustancia que los de Lewis, que no es por nada, en esto no le llega ni a la suela de los zapatos al paulista.
Senna resultaba creíble. Se desmayaba en el podio o casi se desmayaban sus contrincantes, como le pasó al bueno de Mansell en Mónaco 1992.
El discurso épico funcionaba entonces por activa o por pasiva. Los pilotos de antaño se deshacían al volante y después de descubrirlos al final de sus respectivas hazañas, comprobábamos de primera mano cómo había sido su sufrimiento, o en su defecto, nos lo imaginábamos, lo que tiene infinito más valor. Y como el deporte no nos regalaba segundos y segundos de metraje de audio totalmente prescindibles, desconocíamos si durante la prueba se habían ciscado en los muertos del director de carrera o habían regalado alguna jaculatoria que otra a sus rivales; o se estaban deshidratando, como le sucedió a Trulli en Singapur 2009...
La Fórmula 1 se ha convertido un poco en The Truman Show, mayormente porque ahora seguimos (perseguimos) a los conductores casi hasta el baño, y ya se sabe, donde hay demasiado ruido no hay sitio para los rapsodas, ni para los artistas y ascetas.
Soy más de Prost, lo he dicho muchas veces, pero a Senna no se le pueden negar ni sus gigantescas virtudes dentro del habitáculo ni esa posibilidad real de que hablara con Dios [El éxtasis]. No había radio como la conocemos ahora. El invento no formaba parte del espectáculo porque Bernie no había visto sus infinitas posibilidades a la hora de caldear el ambiente, a la hora de dibujar buenos y malos, etcétera. Y Ayrton, que comprendió antes que nadie que el silencio era oro puro, se erigió como su dueño absoluto.
El brasileño jugaba con lo que desconocíamos o nos estaba vedado. Era él antes de subirse al coche y él al salir del monoplaza, porque en la hora y media que transcurría entre el antes y el después sólo había silencio, un infinito silencio únicamente roto por los comentarios de los encargados de la retransmisión. Senna, ahí, durante ese intervalo, era como un secreto sin desvelar que afloraba en las ruedas de prensa, y si el paulista decía que había visto a Dios nos lo creíamos porque no existían razones para pensar lo contrario...
A Hamilton le falta todavía dominar esta área. Si se calla cuando hace una pole o gana una carrera, si es capaz de imponer el silencio que le están hurtando las gabelas de las retransmisiones, podremos creerle cuando dice que le pide a Jesús que le ayude y el Hijo del Altísimo se lo concede. Mientras tanto esto no sucede, a Lewis le sobra la radio que le delata y las maneras que se gasta intentado parecerse un tanto así a un tal Ayrton Senna da Silva, irrepetible él, con sus cosillas, sí, pero gigante entre gigantes.
Os leo.
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