A pesar de que suele considerarse que los Grandes Premios de España disputados en Pedralbes suponen una especie de reinicio bajo el nuevo formato de la FISA para sus carreras de monoplazas, siempre he preferido verlos como un bellísimo epílogo de una etapa del automovilismo deportivo que ya estaba agotada y, en el caso de nuestro país, no daba para más ni aunque así se pretendiera.
La propia Penya Rhin concluyó su dilatada actividad después del Gran Premio de España de 1954, y aunque a veces se alude a la ausencia del necesario recambio generacional en las filas del legendario club, lo cierto es que escaseaba el dinero en toda Europa, y en España aún más por las razones que hemos venido exponiendo en entregas anteriores.
Como he comentado mil veces en Nürbu, la Fórmula 1 no se convirtió en la máxima expresión del automovilismo deportivo hasta bastante tiempo después de que la tomara del brazo Bernie Ecclestone. En sentido estricto, hablando de máximas expresiones, durante los cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado, ganaban por la mano a nuestra actividad el Campeonato Mundial de Sport Prototipos, la Mille Miglia, la Targa Florio o las 24 Horas de Le Mans, por ejemplo, campeonato y pruebas en las que las fábricas invertían de verdad.
A comienzos de los cincuenta, la F1 todavía vivía de las experiencias a cuatro ruedas anteriores al conflicto —el Alfa Romeo 159 con el que Fangio ganó su primer título en 1951 era un coche diseñado en 1938—, pero en un entorno restrictivo motivado por la escasez de materias primas propia de la posguerra, lo que lastró la capacidad de evolución de los vehículos —el Maserati 250F, con el que el Chueco se levantó el título de 1957 y ayudó con el de 1954 antes de que el austral fichara por Mercedes-Benz, compitió varias temporadas seguidas, y siguió haciéndolo, y no sólo en manos de Maria Teresa de Filippis—. Dejémoslo en que era otro ritmo el de entonces, diametralmente opuesto al que sufrimos ahora...
En cuanto a la celebración de Grandes Premios nacionales, bastaba voluntad y dinero para concretar el sueño. Pero esto cambia a partir del accidente de Pierre Levegh en Le Mans 1955. La FISA y el CSI implican la seguridad en su cartilla de condiciones para 1956, y no una seguridad como la que había estado vigente hasta ese momento, sino una (nueva) que contemplaba también la seguridad del espectador, y el dinero se vuelve más clave que el empeño y la buena voluntad.
Tocaba hacer reformas de calado y Pedralbes carecía de espacio, por un lado, y, por otro, el Régimen no estaba por la labor de invertir una peseta más de las disponibles, pues ya pensaba en el atractivo turístico para continuar situando el nombre de España en el plano internacional. Cuestión de prioridades, imagino.
Como decía al comienzo, prefiero verlo así porque cobra mejor sentido.
La extensa y generosa huella de España en el motorsport desde comienzos del siglo XX, cierra en Barcelona el principal de sus capítulos a finales de 1954. Guadarrama, Terramar, Lasarte, la Penya Rhin, escribieron páginas maravillosas, pero habrá que esperar casi década y media hasta que el circuito permanente del Jarama recoja el testigo. Fuimos pobres en ese intervalo de tiempo y no hay nada deshonroso en admitirlo, mucho menos cuando, a partir de 1967 supimos volver al camino que habíamos abandonado por diferentes imperativos. Jarama, Montjuïc, Jerez, Montmeló y Valencia, dentro de poco Madrid, son jalones imprescindibles para entender el Mundial de Fórmula 1 como campeonato, y disculpádmelo, pero hay que ser muy mononeuronal para cuestionar o rechazar este inmenso legado en el que hemos intervenido y figurado como pieza importante.
Os leo.
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