Hace algunas eternidades, mientras los niños perdidos se tomaban la noche libre para ir de guateque con los grumetes del Jolly Roger, cuidaba yo de Campanilla y, mientras vigilaba su fiebre, contaba a mi hada preferida que a todo hombre o mujer le llega una edad en que, desde el otro lado del teléfono o el mostrador, le repiten las cosas dos o tres veces a pesar de haberlas entendido a la primera, o les hablan con una condescendencia que, en el mejor de los casos, te lleva a acariciar con los dedos la Glock mientras pones cara de panolis y deslizas el índice sobre el gatillo porque la sacaste de casa ya montada y con una bala en la recámara.
No voy a decir que me sorprenda. Corría 1992 cuando conocí a Werner Kaufmann. Para su joven creador era una réplica solemne de su propio padre: autoritario, profundamente serio y tendente a los sermones; sin embargo, para mí, que era once años mayor, el K1 nacido en el 47 estaba de vuelta de casi todo y disfrutaba de la vida y su vitalidad en las playas de una isla perdida del Índico, de su propiedad, claro, como haría el Sean Connery de Never Say Never Again. Bond, James Bond...
De aquel debate intergeneracional me saqué dos partituras que algún día verán la luz: Foxtrot en Babilonia y El Sueño del Celacanto, y las luces suficientes para entender lo que me decía Antonio, Moro, cuando me advertía que la cosa se pone realmente jodida cuando el taxista que te recoge es mucho más joven que tú.
De Adrian se pueden decir muchas cosas pero no que a su edad no está para meterse en ciertos fregaos. Es de mi quinta, nació a finales del 1958 —por cinco días no forma parte de la mejor añada de la historia—, y, con total seguridad, sabía de la poesía de Julio Cortázar y escuchaba a Golpes Bajos cuando las madres de aquellos que afirman que puede estar pensando en un cómodo retiro, ni siquiera imaginaban traerlos al mundo.
Opino que al británico no se le ha perdido nada en Ferrari ni en nada alejado del entorno de oportunidades que le ofrece ahora mismo Oracle Red Bull Racing, pero no conviene decir nunca jamás, básicamente porque Newey es como los cerezos que florecen hasta el último año de su vida, y hay uno, concretamente en la localidad japonesa de Hokuto, al que se le estiman casi dos milenios dando flores en primavera.
Os leo.
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