La historia de las 24 Horas de Le Mans está plagada de locos que se subieron al coche soñando que no pagarían cara su osadía, y el caso es que son tantos como para pensar que quizás el término que les aplicamos les viene a ellos holgado y nos merecería a nosotros un gramito más de reflexión.
Con más razón ahora que antes, nadie imagina que va a perder la vida cuando se mete en el interior de un habitáculo y toma el volante, pero en el momento en que la parca se señoreaba en La Sarthe, un ejemplo, había que tener mucho más claro que en la actualidad, que asomarse a la inmortalidad podía suponer un riesgo demasiado elevado.
He escrito mucho en Nürbu sobre el egoísmo y su implicación en la actividad deportiva de élite. Hoy somos más de recurrir al apoyo psicológico como paliativo, y sin desmerecer en absoluto su contribución al moderno concepto de deporte/espectáculo, cabe recordar que sus cimientos se levantaron sobre decisiones personales y asunción inequívoca de responsabilidades. Se daba la espalda a la familia y los amigos cuando el piloto montaba en el auto porque necesitaba olvidar a qué ruleta rusa estaba jugando; el conductor se volvía esencialmente egoísta porque era la única manera de sobrevivir a la duda de si continuaría vivo más allá de la siguiente curva.
El caso es que estamos tan preocupados porque no se desvirtúe la realidad, incluso cuando se colorean fotografías en blanco y negro, que no reparamos en el daño que nos hacemos como afición pasando a limpio maneras que han sido consustanciales al propio ejercicio deportivo.
Nos importuna que se revise la obra de Roald Dahl o que a la de Agatha Christie le estén pasando el cepillo para eliminar asperezas, pero, siendo sinceros, éste es un ejercicio que llevamos tiempo aplicando al motorsport, sustantivando bobadas como la humildad anglosajona y la sacrosanta labor de equipo, en detrimento de actitudes, ahora consideradas menos nobles, que antaño distinguían a los leones más fieros que circulaban sobre el asfalto.
Os leo.
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