Siempre me he preguntado si el glamour de Mónaco se empaquetaba después del Gran Premio junto a los aperos de competición y enseres que hacen posible la carrera, que se guardan a la espera de ser desembalados para la siguiente cita por mor de que El Principado tiene obligación de volver a la normalidad más pronto que tarde.
Me intrigaba que ese ambiente especial que tanto menciona la prensa días antes de la prueba se desvaneciese el lunes siguiente casi sin dejar rastro, como si nunca hubiese existido, para dar espacio a la factura: tanto porque no hay adelantamientos, tanto porque qué pinta esta momia en el calendario F1, tanto porque la retransmisión deja muchísimo que desear —a ver, las que lleva a cabo FOG las debe dirigir Christopher Nolan—, tanto porque te quiero, cariño, y ni me miras. Subtotal: tanto, impuestos: tanto... ¡Hosti tú, que me habéis cobrado las cuatro gotas que cayeron como si fuesen Macallan 50 Years Old!
Le confesaba a Hilly, durante nuestro paseo semanal por el viejo Nordschleife, que, sabiendo cómo resulta Mónaco siempre, o casi siempre de unos años a esta parte, no entiendo muy bien por qué los especialistas insisten en vender glamour y gestas pretéritas como si estuviésemos en el zoco de Marrakech, sin avisar de la que se nos viene encima, un clásico, un fijo en la quiniela, para luego quejarse de esto, de esto otro o de aquello... Mi anciano amigo me miró por encima de sus gafas, acariciando repetidamente las yemas del pulgar e índice de la mano derecha... ¡La factura, claro!
Os leo.
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