jueves, 7 de marzo de 2024

Gélida envidia


Envidio mucho a los que se costean un asiento de grada en el Gran Premio de Arabia Saudí, para ver la F1 pasar como quien pone a Andrea Bocelli de fondo en una cena familiar de esas, sí, de esas en que la última preocupación de los asistentes es escuchar al tenor lírico italiano, que nos entendemos.

Allí hay que ir al trazado al menos una vez en la vida, para contarlo, mayormente, pasarlo bien, hacerse el selfie correspondiente y compartirlo en Instagram, y luego si te he visto no me acuerdo porque no hace falta seguir la temporada ni preocuparse por la evolución de los coches ni ná de ná, pues para eso están los resultados, Drive to Survive y las estadísticas, y el afán desmedido del aficionado medio a la F1 por hacer ver que nuestra disciplina es el ombligo del mundo.

Jeddah me da envidia de la buena y también de la mala. En vista cenital siempre me ha recordado a las trampas luminiscentes que utilizan algunos peces de las profundidades para atraer en la oscuridad a sus presas, tantas veces vistos en los documentales submarinos e inmortalizados por la breve conversación que mantuvo Dory con el Melanocetus Johnsonii en la cinta Buscando a Dory —¿a quién iba a ser si no?

El Jeddah Corniche también me produce yuyu, un yuyu envidioso, debo confesarlo. Será rápido, no lo cuestiono; es el circuito que más curvas ofrece del calendario, tampoco lo pongo en duda; pero de noche, iluminado artificialmente, transmite una frialdad fantasmagórica, casi letal, que obviamente envidio, para qué voy a ocultarlo, porque define a la perfección y con gelidez meridiana por qué se molestan la FIA y Liberty en llevarnos a sitios tan raros, en los que hacerse una foto sale de caro lo que un grifo de oro y los monoplazas sólo suponen una nota ruidosa de color.

Os leo.

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