La figura del piloto siempre ha sido importante en la atmósfera de Le Mans aunque la historia de la mítica prueba de Resistencia se ha labrado fundamentalmente a base de nombres de escuderías y coches.
Tanto es así que hasta que fue sustituida por la actual salida en formación, los vehículos se situaban en batería a un lado de la pista y los conductores en el opuesto, dando lugar a un espectáculo tan peligroso como excitante en el que en cuanto se daba la orden de partida, los últimos corrían hacia sus respectivas monturas como un enjambre de bárbaros.
La cosa tenía su aquél. Por ganar unos segundos había quien no se ajustaba el cinturón de seguridad o no cerraba adecuadamente el coche, lo que suponía en los primeros giros asumir un riesgo bastante evidente. Además, la pericia atlética de algunos pilotos o incluso su manifiesta negligencia, originaba que muchos vehículos del fondo arrancaran antes que los de media parrilla, o que estos, alcanzaran las posiciones de los privilegiados, con lo cual, la recta de tribunas se convertía como por arte de magia en un pandemonio multicolor cuando no en un caos efervescente en el que había lugar para que sucediera casi de todo.
La modalidad no era exclusiva de Le Mans, pero sin duda era uno de sus sellos más característicos. El hombre hacía acto de presencia desde los primeros compases de la carrera y eso resultaba sencillamente impagable. ¡En sus marcas. Preparados, listos... Ya! ¡Es la guerra!
Era y es la guerra, y aunque en la actualidad la seguridad ha mermado con toda razón el folclore, cabe decir que las 24 Horas siguen manteniendo casi intacto su aroma original aunque nostálgicos como yo continúen recreando en las salidas aquellos momentos en los que la turba de vikingos se abría paso hasta sus biplazas armados con escudos, espadones, lanzas y hachas, por resolver a las bravas lo que no se había solucionado en calificación.
¡Qué tiempos!
¡Qué tiempos!
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