viernes, 18 de julio de 2014

Casals pintando el bosque


Mucho antes de que a los británicos les sobraran aeródromos que utilizar como circuitos, los europeos continentales tallaban con pistas de carreras la abundante y húmeda foresta de sus tierras.

La teoría artística de los umbrales es aplicable al contexto del automovilismo deportivo. El coche era entonces una nota aguda, un tono, que se opacaba al perderse entre los árboles, para volver a amanecer vibrante a la vuelta transcurrida. 

El cromatismo estaba asegurado y el interés también. Nacían así los trazados interminables en los que eran tan importantes los participantes como los espectadores, quienes imaginaban durante minutos también interminables qué estaba sucediendo en las entrañas de los bosques y evaluaban lo sucedido en su interior en base a lo que habían visto, las expectativas depositadas en los pilotos y sus máquinas y en lo que a la postre, volvían a vislumbrar tiempo después.

Y así un giro tras otro hasta que el banderazo final definía el término del Grand Prix y la elevación a los altares de los héroes que habían sobrevivido a él, siendo los más rápidos y constantes.

Es complicado explicar todo esto ahora que las realizaciones, las cámaras on board y las comunicaciones por radio, han laminado la magia de las carreras de coches aunque a cambio, las hayan hecho más asequibles.

El umbral es una franja horaria, una frontera, un lugar donde el corazón palpita esperando que ocurra una cosa pero preparado para que suceda otra, un espacio difuso en el que el todo y la nada se acarician como un beso en mitad de la noche, en el que Pau Casals con el arco y sus dedos recrea sobre su chello la Suite Número 1 en Sol Mayor que compusiera va para casi tres siglos el genio de Eisenach.

Johann Sebastian Bach es el bosque de Hockenheim, el violonchelista del Vendrell uno de aquellos pilotos anteriores a la Segunda Guerra Mundial y su instrumento, pongamos por caso, un hermoso y descomunal Mercedes-Benz W154...

Todo es perfecto o al menos lo parece. Gran Bretaña aún no dispone de aeródromos en desuso y las pruebas de monoplazas son todavía cosa de titanes que luchan a brazo partido por guiar sus expectativas de seguir vivos en base a girar volantes de 18 pulgadas de diámetro. Nadie en su sano juicio imaginaba siquiera que habría un tiempo en el que existiría una fórmula que se diría única, que se autoproclamaría como el máximo exponente del automovilismo deportivo, pero que aún así, terminaría volviendo la espalda a aquella épica de los umbrales que la alimentó cuando necesitaba amamantar leche auténtica.

Hockenheim medía entonces 25 kilómetros de los cuales casi 22, transcurrían por el espeso bosque que pinta Casals interpretando a Bach.

Os leo.

5 comentarios:

Jacinto Vázquez Solís dijo...

Precioso post

Anónimo dijo...

Sin comentarios. Gracias.

J-CAR dijo...

¡Pura belleza!

Anónimo dijo...

¿Dónde quedó toda esa épica antigua de coches escondidos entre verde follaje?



King Crimson

GRING dijo...

Da gusto comenzar una jornada de sábado con este texto. Ayer conversaba sobre cómo el ser humano de ciudad, el ciudadano, ha dado la espalda a la naturaleza hasta en las más pequeñas cosas, en los gestos más primarios. Y como no podía ser menos, esta F1 que se inserta ideológicamente en la corriente que marcan los que dirigen la sociedad en la que se desarrolla,también ha dado la espalda a la naturaleza no solo en lo que se refiere a sus escenarios (circuitos "salvajes" puros frente a tilkódromos, con todo lo que significa e influye sobre las características de pilotaje)sino a la naturaleza humana en su sentido más épico, esa que nos reconforta y nos hace disfrutar de la esencia de algo como lo que somos. Estas "on fire", Jose. ¡Cuídate !