El miedo a que nos señalen, a que dejen de querernos como se quiere en redes sociales, a que no nos ajunten, o dejen de seguirnos o nos borren de la lista para la siguiente fiesta de cumpleaños, ejerce sobre nosotros un emponzoñado poder que nos impide discernir que no hay buenos y malos pero sí bestias coléricas y víctimas inocentes.
El pueblo palestino está sufriendo el peor de los crímenes: desalojado por la fuerza de su tierra y aniquilado por el más feroz sionismo, se está convirtiendo en un rosario de números y en gélidas estadísticas, gracias a que en Occidente no movemos un puto dedo por acabar con la iniquidad que ha desatado un Netenyahu que se aferra al poder por evitar las numerosas cuentas pendientes que mantiene con la Justicia. Pero no quiero olvidar. Si el fiero Yavhé bíblico regaló desde el Eufrates hasta el Nilo la Tierra Prometida al hebraísmo más sanguinario y radical, a mí me marcó la frente para que apuntara mi dedo acusador a los que están haciendo pequeños a Hitler y el nazismo, a los criminales que creen tener la razón y la imponen a sangre y fuego, que alimentan a Hamás y Hezbolá porque su miserable vida no vale nada sin un enemigo al que destruir con la ayuda del primo de zumosol norteamericano.
No, hace años cometí un error pero no va a volver a pasar. No olvidaré sus nombres, ni lo que fueron ni lo que podrían haber llegado a ser si la barbarie y la cobardía occidental no se hubiesen impuesto de la manera más tenebrosa. No, no y no, en esta ocasión no me voy a callar...
Os leo.
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